CAPÍTULO UNO
LA CHICA QUE ESCULPIÓ SU NOMBRE EN EL AIRE
El hogar de Celia era feliz y concurrido. Sus padres, tres hermanos, una abuela, varias tías y varios primos, vivían apretados en un pequeño apartamento de dos cuartos y un baño en un primer piso. Cuando Celia era pequeña, hasta catorce niños vivían en el número 47 de la calle Serrano, y era su deber cantar nanas para dormir a todos los que fueran menores que ella. Celia siempre fracasaba en esta empresa, porque los niños no querían dormirse. Todos permanecían despiertos, exigiendo que cantara y repitiera las nanas una y otra vez.
Rejas de metal protegían las ventanas de ese apartamento del primer piso en Santos Suárez, un barrio de gente trabajadora, en el sur de La Habana. El propósito de las rejas era intimidar, pero la familia Cruz no se aislaba del resto de la ciudad. Su puerta siempre estaba abierta para que entrara la fresca brisa caribeña y fluyera la conversación con los vecinos.
Si pasabas por la puerta abierta de los Cruz por las tardes, seguro podías oír a la mamá de Celia cantando en la cocina. También podías oler la comida que preparaba: usualmente arroz blanco con frijoles negros, platanitos fritos y, en ocasiones especiales, ropa vieja a fuego lento.
Celia siempre recordaba este plato como su favorito y el olor de la carne a fuego lento en la estufa, que tardaba toda la tarde en prepararse, le traía recuerdos de su mamá cantando.
Si caminabas por la calle Serrano por la noche, podías oír a la propia Celia cantándole nanas a los menores de la casa. Su voz volaba más allá de las rejas del cuarto compartido y más allá de la puerta abierta del apartamento. Los vecinos se acercaban para escuchar. Tú también te hubieras unido a los vecinos para formar parte de esa audiencia espontánea. No importaba si tenías planes de ir a algún lugar: si oías a Celia cantar, ya no tenías que ir a ningún sitio.
Algunas veces, Celia hacía una pausa, salía y le decía al gentío que por favor se fueran. Pero siempre regresaban.
De niña, en La Habana, Celia nunca imaginó que se convertiría en la embajadora cultural de Cuba para el resto del mundo y sería considerada la voz más fabulosa de su generación.
* * *
Úrsula Hilaria Celia Caridad Cruz Alfonso nació el 21 de octubre de 1925, en el número 47 de la calle Serrano, al sur de La Habana —ciudad capital de Cuba, una nación caribeña, aproximadamente cien millas al sur de los cayos de Florida.
Sus padres la llamaron Úrsula, porque nació el día de la fiesta de Santa Úrsula, patrona de las estudiantes, pero su madre insistió en llamarla Celia. Santa Celia es la patrona de la música, y la música era vital para su familia materna. Su mamá, a quien todos llamaban Ollita, siempre estaba cantando. Celia insistía en que el primer sonido que escuchó, desde que estaba en el vientre materno, fue la voz de su mamá cantando. El timbre tranquilizador de esa voz siempre estuvo presente en su niñez.
Ollita estaba tan orgullosa de la voz de su hija que aprovechaba cualquier oportunidad para exhibirla. Celia cantaba para los invitados de la familia cuando todavía era muy pequeña y no le daba vergüenza. Después de cantar “¿Y tú qué has hecho?”, un bolero sobre una niña que graba su nombre en la corteza de un árbol, los invitados estaban tan impresionados que le compraron a Celia un par de zapatos blancos de cuero.
Uno de los vecinos de la calle Serrano daba lecciones improvisadas sobre historia musical caribeña, utilizando canciones y ceremonias lucumíes, una combinación sincrética del catolicismo español con tradiciones y religiones africanas de la etnia yoruba. Estas tradiciones habían sobrevivido las atrocidades del comercio trasatlántico de esclavos, se mezclaron con el catolicismo durante siglos de esclavitud y todavía florecen en La Habana contempóranea. La mamá de Celia les tenía miedo y las llamaba “Santería”. Bárbaro, el hermano de Celia, un día se convertiría en santero y usaría el don familiar musical para cantar canciones de devoción lucumí. La propia Celia se sentaba bajo una ceiba, en la esquina del patio, para escuchar atentamente cuando sus vecinos santeros celebraban bembés de tambores. Años más tarde, Celia encontraría refugio y consuelo en la música afrocubana de sus ancestros en la diáspora.
Cuando joven, Celia iba a bailar con sus amigos y primos a la Sociedad “Jóvenes del Vals” —un club social del barrio que quedaba en la calle Rodríguez— donde escuchó interpretaciones en vivo de músicos legendarios. Se sentaba lo más cerca posible del escenario cada vez que Paulina Álvarez, su cantante favorita, tocaba al son de sus claves de madera.
Celia tenía catorce años cuando se escapó por primera vez para ver el carnaval de La Habana. Estaba emocionada, asustada y se sentía culpable por haberle mentido a su madre diciendo que iba a pasar todo el día en la casa de su amiga Caridad. (Los padres de Caridad pensaban que su hija estaba en casa de Celia.) Celia se sentía incómoda en el autobús, pues tuvo que ir sentada en la falda de su prima Nenita todo el camino. El autobús solo costaba cinco centavos en 1940, pero eran seis y solo les alcanzó el dinero para comprar cinco pasajes, así que Celia y Nenita tuvieron que compartir un asiento.
Abordaron el autobús desde Santos Suárez hasta Centro Habana, cruzando la ciudad. Una ciudad tan hermosa, poderosa y codiciada que, cuando los piratas ingleses ocuparon La Habana en 1762, España intercambió la península de la Florida entera para recuperarla. Inglaterra no pudo mantener sus intereses en Florida por mucho tiempo, ya que las trece colonias que formarían luego los Estados Unidos de América, la derrotaron en Yorktown en 1781.
Un siglo más tarde, Cuba se independizó de España. El abuelo materno de Celia luchó como mambí por la independencia. Poco después, la nación independiente cubana restauró su antiquísima tradición del carnaval: un huracán de música, bailes, desfiles, procesiones, trajes y disfraces resplandecientes que dura varios días.
El carnaval de La Habana era único. A sus catorce años, Celia nunca lo había visto, aunque había vivido en la ciudad toda su vida. Los padres de Celia nunca le daban permiso para ir. Sus padres ni se imaginaban que Celia se había escabullido para escuchar los ritmos de bembé y ver las procesiones de gente disfrazada bailando por La Habana.
Una dicha intensa, que jamás la abandonaría, nació adentro de Celia ese día de carnaval.
Los seis amigos dieron una larga caminata de regreso a Santos Suárez, porque no tenía dinero para el autobús de vuelta.
Celia entró en casa sin que se dieran cuenta. Aunque estaba exhausta, no podía dormir. La emoción y la adrenalina del carnaval la mantenían despierta. Se sentía culpable. Detestaba mentir, pero más que nada, detestaba mentirle a Ollita.
Al otro día por la mañana, le confesó todo a su tía Ana, la hermana de su mamá.
Ana la regañó dulcemente por escabullirse y entonces le preguntó si quería volver.
Las dos cómplices regresaron al carnaval esa tarde. La tía Ana inventó una excusa diciendo que necesitaba ayuda con sus diligencias y así Celia evitó sentirse culpable por mentirle a Ollita dos días seguidos.
Tía y sobrina llegaron al Capitolio, el centro mismo del huracán carnavalesco. Cantaron y bailaron con la muchedumbre disfrazada y las comparsas, hasta que les empezaron a doler los pies. Cuando llegaron a casa, muy tarde por la noche, ya el padre de Celia estaba durmiendo. Su mamá, que no se dejó engañar con la excusa que inventaron, se quedó despierta esperándolas para darles un abrazo cómplice.
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