CAPÍTULO UNO ES UNA CHICA
Para mediados del siglo XX, los Estados Unidos ya habían experimentado las expansiones y caídas de su poder mundial creciente.
La Gran Depresión de los años treinta sumergió al mundo en una crisis económica y dejó a la gente en una nube de incertidumbre. Mientras las familias se las arreglaban para sobrevivir, los líderes políticos lidiaban con la Segunda Guerra Mundial, la cual comenzó en Europa cuando Alemania invadió a Polonia en 1939. Los Estados Unidos entraron en la guerra cuando Japón bombardeó la estación naval estadounidense de Pearl Harbor, en la isla hawaiana de Oahu, en 1941. La demanda de soldados y materiales para la guerra creó empleo para los trabajadores estadounidenses y ganancias para la economía. La Segunda Guerra Mundial no sólo sacó a los Estados Unidos de la depresión económica, sino que animó a los estadounidenses a creer que su seguridad financiera estaba determinada por la capacidad del país para conquistar a los enemigos exteriores.
A mediados de la década de 1940, los Estados Unidos y naciones aliadas como Gran Bretaña declararon la victoria en la Guerra Mundial. Poco después, se creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que agrupó cincuenta y una naciones comprometidas a mantener la paz. Las naciones aliadas se establecieron como miembros permanentes del recién creado Consejo de Seguridad de la ONU. La tensión mundial aumentaba a medida que los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) emergían como superpotencias rivales en un enfrentamiento conocido como la Guerra Fría, la cual duró durante casi toda la segunda mitad del siglo.
Dentro de los Estados Unidos, las divisiones entre los estadounidenses también se profundizaron. Muchos grupos de personas marginadas se unieron para exigir cambios e igualdad. Las mujeres hicieron campaña a principios del siglo XX para ganar el derecho a votar. Después de la guerra, las mujeres exigieron que se las incluyera en los debates políticos a los que antes sólo tenían acceso los hombres. Las personas negras y la gente de color también pasaron décadas en sus comunidades locales organizándose para lograr la justicia racial y el sueño de igualdad para todos.
* * *
Sylvia Lee Rivera nació en el seno de una familia que comprendía profundamente los impactos de un mundo dividido. Durante los primeros años de su vida, aprender a “arreglárselas” con poco tuvo que ser algo natural.
Sylvia nació el 2 de julio de 1951 a las 2:30 de la madrugada en la Ciudad de Nueva York. Su madre, Carmen Mendoza, de veintidós años, dio a luz a Sylvia en el asiento de atrás de un taxi parado frente al hospital Lincoln del Bronx. Nacida con los pies primero, la abuela de Sylvia siempre la fastidiaba y bromeaba diciendo que había “nacido lista para salir a la calle”. Cuando Sylvia creció, el presagio de su abuela le causaba risa, pero nunca lo negó.
Vivir en los Estados Unidos con raíces familiares en América Latina significaba que ambos lados de su familia tenían muy poco para sostenerse. Como otras familias inmigrantes, los Rivera y los Mendoza tuvieron que adaptarse a la vida en los Estados Unidos. A menudo, los inmigrantes recién llegados no podían contar con la protección o el apoyo del gobierno estadounidense sin arriesgarse también a más separación familiar. Sin embargo, persistieron.
Los padres de Sylvia eran jóvenes y tenían que ingeniárselas para mantener a su familia. José Rivera, el padre de Sylvia, era hijo de una familia puertorriqueña. Su madre, Carmen, fue criada por una madre soltera, inmigrante venezolana, a quien el vecindario llamaba Viejita.
Poco después de que naciera Sylvia, José dejó a Carmen y a su hija recién nacida.
José regresó para reencontrarse con Sylvia cuando ésta tenía cuatro años. Pero para entonces, Sylvia se negó a aceptar a José como su padre.
“¡No tengo padre!”, gritó Sylvia antes de salir corriendo del apartamento.
Carmen inició una relación con otra persona después de que José abandonó a la familia. De esta nueva relación nació Sonia, la hermanastra de Sylvia.
Vivir con el padre de Sonia no fue fácil para Sylvia, ni para su hermana. Él no mostraba ningún interés por las niñas y se negaba a ayudar a Carmen a criarlas. Además, le era difícil controlar sus acciones cuando se enojaba, lo que atemorizaba a todos. Asustada por sí misma y por sus hijas, Carmen estaba desesperada por escapar de su influencia. Empujada por esa desesperación, Carmen falleció trágicamente en un hospital local tras envenenarse.
Sylvia y Sonia fueron trasladadas al cuidado de su abuela. Viejita estaba destrozada por la muerte de su hija. Había pasado meses tratando de ayudar a Carmen a dejar esa relación tan malsana. Mientras lloraba por la muerte de su hija, Viejita encontró consuelo en el parecido entre los rasgos de Sonia y los de Carmen. Además de parecerse a su madre, Sonia tenía la piel más clara que Sylvia, lo cual era una de las muchas razones por las que Viejita trataba a sus nietas de manera diferente.
El padre de Sonia acabó volviendo para llevarse a Sonia del cuidado de Viejita. Hizo los trámites para que Sonia fuera adoptada por una pareja puertorriqueña, no como Viejita, que era venezolana. Viejita se sintió aún más desolada por haber perdido otra parte de su hija Carmen.
Lamentablemente, a Sylvia le tocó recibir la peor parte de la angustia de Viejita.
Viejita se esforzó por cuidar de Sylvia. Trabajaba para superar el efecto de la pérdida de su hija, pero también empezó a mirar a Sylvia con aprensión. Desde la perspectiva de Viejita, su nieto estaba intentando convertirse en una niña.
Cuando Sylvia nació, su médico asumió que era un niño basándose en el aspecto de su cuerpo. Por ello, en el certificado de nacimiento de Sylvia, el marcador de género fue masculino. Aplicando lo que había aprendido al ver a otras mujeres criar a los niños de su familia, Carmen empezó a criar a Sylvia como un hijo y le puso un nombre que se creía adecuado para un niño.
A medida que Sylvia crecía, su familia intentaba enseñarle lo que se esperaba de los chicos: la forma de actuar, de vestir e incluso las cosas a las que debía aspirar. Tanto la cultura puertorriqueña como la venezolana tienen ideas claras de cómo debe ser el género y cómo debe actuar la gente. El género se ha utilizado a menudo como una forma de categorizar y controlar a diferentes grupos de personas. En las culturas latinoamericanas se premia el concepto de “machismo”, o dominio masculino, mientras que a las niñas se les enseña a desempeñar un papel secundario.
Pero actuar como deben actuar los chicos no era algo natural para Sylvia. Desde su infancia, Sylvia se negó a ser encasillada en los roles de género asignados tradicionalmente a los muchachos. En el poco tiempo que pasó con su madre, Sylvia aprendió que había más opciones para ella, ya que su madre era muy relajada en lo tocante al género de Sylvia.
“Antes de que mi madre falleciera”, recordaba Sylvia, “me vestía con ropa de niña”. En los pocos años que Carmen había criado a Sylvia, le permitió explorar su género sin hacer caso de las rígidas normas existentes. Dejó que Sylvia jugara con sus accesorios y se vistiera con su ropa. Si Sylvia se mostraba interesada, Carmen le dejaba probarse tacones y maquillaje.
Viejita solía hacerse la de la vista gorda cuando Carmen dejaba que Sylvia se vistiera con ropa femenina. Tras el fallecimiento de Carmen, la misma Viejita le compró ropa a Sylvia en la sección de chicas.
“Mi abuela siguió comprándome blusitas y pantalones de niña hasta que tuve unos seis o siete años, antes de empezar la escuela”.
Sin embargo, cuando Sylvia alcanzó la edad escolar, la preocupación de Viejita por la expresión del género de su nieta aumentó. Esto creó tensiones entre Viejita y Sylvia.
“Mi abuela solía llegar a casa y encontrarme toda vestida. Y… me daba una paliza”, recordaba Sylvia. “‘Mira, eso no se hace, tú eres un chico. Quiero que seas mecánico’”, le decía Viejita.
“Yo le decía que no, que lo que quería era ser peluquera. ‘Quiero hacer esto. Y quiero ponerme esta ropa’”, explicaba Sylvia.
Fuera de su casa, los miembros de la comunidad desaprobaban el aspecto de Sylvia y su forma de no hacer caso de las convenciones de género. Expresaban vergüenza e incomodidad con lo feliz que Sylvia se veía actuando femenina, como si fuera algo vergonzoso. Por lo que entendía de su fe católica, la comunidad creía que quien se saliera de los roles de género aceptados tradicionalmente estaba desafiando no sólo la tradición, si no la fe también. A la joven Sylvia no le importaba mucho eso, pero a su abuela le creaba un conflicto.
Las inseguridades de Viejita sobre la crianza de Sylvia la llevaron a distanciarse de Sylvia y a rehuir su responsabilidad de cuidar a su nieta.
Cuando Sylvia empezó a ir a la escuela, Viejita se enfermó e inscribió a Sylvia en St. Agnes, un colegio católico internado. Aunque Viejita se recuperó en seis meses, retrasó el regreso de Sylvia a su casa. Cuando Sylvia dejaba la escuela los fines de semana, Viejita solía buscar otro lugar donde Sylvia se pudiera quedar. Viejita mandaba a Sylvia a vivir con amigos de la familia y, a veces, con mujeres inmigrantes que ella patrocinaba.
Con poco estímulo para explorar su identidad, Sylvia trató de entender por qué la gente se molestaba tanto con ella. ¿Por qué los adultos no la apoyaban? Sylvia siguió soñando con un mundo en el que los jóvenes pudieran ser libres de ser ellos mismos.
Por suerte, hubo algunos adultos que le mostraron a Sylvia lo especial que ella era. Uno de estos fue una vecina que vivía en el piso de arriba llamada Sarah. Sarah era una mujer mayor que se había fijado en la joven y dulce Sylvia. Los escasos contactos entre Sylvia y Sarah solían incluir cumplidos sobre la ropa y accesorios que Sarah llevaba, algo para lo que Sylvia tenía buen ojo. Como Sarah se daba cuenta de que a Sylvia le fascinaban las joyas bonitas, a menudo le regalaba pequeñas baratijas que Viejita no podía o no quería comprarle a Sylvia. Adultos como Sarah ayudaron a Sylvia, no sólo a seguir avanzando hacia su potencial, sino también a saber que era posible encontrar personas que la quisieran tal cual era.
La moda ayudaba a Sylvia a expresarse y a sentir alegría. Estaba llena de ideas creativas y soñaba con ser peluquera. En un salón, podría transformar a sus clientes en los fabulosos seres que ella sabía que siempre habían sido. Le entusiasmaba la idea de utilizar su talento para ayudar a descubrir la belleza en quienes la rodeaban.
Sylvia trataba de encontrar en la escuela un lugar donde sentir apoyo y, al mismo tiempo, centrarse en sus objetivos. También veía el tiempo que pasaba en la escuela como tiempo alejada de su abuela, donde podía ser ella misma. Sylvia se hizo amiga de otras chicas y exploró la posibilidad de ir maquillada a clase. De la misma manera que los adultos de la comunidad se burlaban de ella, los niños de la escuela también intimidaban a Sylvia, y algunos miembros del personal incluso la trataban como una marginada. Pero de la misma manera en que a Sylvia no le importaba lo que los adultos de su comunidad dijeran de ella, dejó claro a sus acosadores que no se echaría atrás. A lo largo de los años, el corazón valiente y la boca atrevida de Sylvia, sumados a su participación en los deportes escolares, la ayudaron a desarrollar una reputación de chica con la que nadie se debía meter.
Aunque Sylvia trató de evitar los conflictos y mantenerse a salvo en la escuela, cuando terminó la escuela primaria se vio obligada a decidir entre su educación y su seguridad.
Un día, en sexto grado, Sylvia se encontró en una confrontación con otro estudiante. El otro alumno la había acosado y presionó a Sylvia para que reaccionara. Cuando Sylvia se defendió para evitar que le hiciera daño, tanto ella como el otro alumno fueron llevados a la oficina del director. Sylvia le explicó al director de la escuela que se había estado defendiendo y que no estaba causando daño, sino que estaba tratando de evitar que la lastimaran. Ambos estudiantes fueron suspendidos del campus. Para Sylvia, eso no tenía sentido. ¿Por qué estaba metida en líos por sólo tratar de que no le hicieran daño?
Después de tantos años de persecusión y castigo por haber elegido cuidarse a sí misma, Sylvia se sentía desesperada y sola. Se preguntó si esto era parecido a lo que había sentido su madre antes de elegir suicidarse. Sylvia sintió que no podía volver a un lugar donde no la protegían ni le permitían protegerse.
¿QUÉ ES LA TRANSFOBIA?
La transfobia describe las diferentes formas de odio y violencia dirigidos a las personas transgénero. Una persona transgénero (o trans) es alguien cuyo género es diferente al que se le asignó al nacer. En muchas culturas,
se suele dividir a los pequeños en niñas y niños que deben seguir las ideas estrictas de los roles de género. Las personas trans experimentan el género de una forma diferente y a veces hacen una transición hacia el género que les hace sentirse bien.
Cuando a las personas se les enseñan reglas estrictas sobre el género durante toda su vida, puede ser difícil entender por qué otros deciden no cumplir con estas reglas. Cuando permiten que la curiosidad se convierta en miedo o rabia, pueden optar por exteriorizar estos sentimientos negativos en los demás; esto es transfobia.
La transfobia causa que algunas personas se sientan diferentes e inferiores.
Si pensamos en la historia de la humanidad, el género y la expresión de género son mucho más diversos que la opción binaria. A lo largo de la historia, el género se ha vivido de forma diferente en los seres humanos y se ha celebrado en las culturas de diversas maneras.
Hoy en día, la transfobia se expresa así:
No creer en las experiencias o relatos de las personas trans.Negarse a utilizar el nombre o los pronombres que alguien elige usar.Provocar o fomentar el daño físico a las personas trans.Expulsar a alguien de la comunidad por ser trans.La transfobia nos perjudica a todos. Al presionar a las personas trans a que se ajusten al género binario, se nos quita a todos la autodeterminación. Cuanto más se limitan nuestras opciones de vivir la vida, más limitamos nuestro propio potencial. La autonomía corporal, la idea de que las personas tienen derecho a decidir qué hacer con su cuerpo, está en el centro de esta cuestión.
El género debería ser divertido, libre y disfrutado.
Cuando cumplió diez años, Sylvia se negó a ocultar su verdad: no era un chico, a pesar de que mucha gente trató de convencerla de lo contrario. No era un chico, aunque eso significara que su comunidad la apartara.
Ella no era un chico, pero el mundo se empeñaba en que lo fuera.
Era una chica joven, cuyos sueños para el futuro se desbordaban de la caja en la que había nacido.
Esto fue un duro golpe para Sylvia.
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