Uno
Lorenzo Santillan siempre fue diferente. Tal vez era su cabeza. Tenía unos cuantos meses de nacido cuando se le cayó a su madre en una banqueta, en Zitácuaro, ciudad de unos cien mil habitantes en el estado de Michoacán, México. Aunque para entonces él ya tenía una peculiaridad -cabeza en forma de pera-, desarrolló un bulto en la frente. Preocupada, Laura Alicia Santillan decidió que su hijo necesitaba una mejor atención médica que la que estaba recibiendo en México y emprendió el largo viaje a Estados Unidos, al final, escabulléndose con Lorenzo por un túnel debajo de la frontera, en 1988. Él tenía nueve meses de edad y a ella la motivaba un simple deseo:
-Vinimos a Estados Unidos a componerle la cabeza -dice.
En Phoenix, un médico aceptó examinar a su hijo. Le dijo que la cirugía podía reajustar el cráneo del bebé, aunque con alto riesgo de daño cerebral. Pero, hasta donde él podía ver, el niño estaba bien. La cirugía sería estrictamente cosmética, más allá de lo cual era innecesaria. Laura volvió a mirar el bulto sobre la ceja derecha de Lorenzo, y lo vio bajo una nueva luz. A partir de entonces, le dijo que el bulto significaba que él era inteligente.
-Tu cerebro extra está ahí -le decía.
Una vez en Estados Unidos, Laura y Lorenzo tenían razones para quedarse. La familia apenas si se las arreglaba en México. Tras rebanarse el índice derecho en un accidente de carpintería, Pablo Santillan, el papá de Lorenzo, desaparecía días enteros en el bosque con un fusil viejo para cazar y poder alimentar a su familia. Regresaba con zorrillos, ardillas e iguanas colgados del hombro. Laura los guisaba, les ponía jitomate, chile y cebolla y los llamaba "la comida". Tenía apenas catorce años cuando se casó con Pablo (él tenía veinte), y ninguno pasó del sexto año de primaria. No había muchas oportunidades en Zitácuaro, pero, en Estados Unidos, Pablo podría ganar cinco dólares por hora como jardinero. Parecía valer la pena el traslado.
La familia se mudó a un departamento de dos cuartos cerca del centro de Phoenix. A una calle de ahí, algunas prostitutas ofrecían sus servicios en un edificio abandonado. En las esquinas trabajaban vendedores de drogas. Era muy diferente a Zitácuaro, donde Pablo podía buscar comida en el bosque. Ahora vivían en una gran ciudad, y no era posible cazar para comer. Laura conseguía trabajo esporádico como recamarera en un hotel, y Pablo se dedicaba a la jardinería ornamental durante el verano abrasador de Arizona.
Antes de irse a Estados Unidos, Laura tuvo dos hijos: Lorenzo y Jose, el mayor. Cuando cruzó a Estados Unidos, estaba embarazada, y pronto dio a luz a Pablo Jr., en suelo estadunidense, lo cual significa que su tercer hijo es ciudadano norteamericano. Yoliet y Fernando también nacieron allá. Los tres hermanos nacidos en Estados Unidos tendrían más oportunidades de residencia y trabajo ahí que los dos que adoptaron esa nación como su nuevo hogar.
Para Laura, México fue pronto "un recuerdo borroso"; pero Pablo nunca olvidó la soledad del bosque. Estoico y callado, usaba botas vaqueras y un bigote tan espeso que le cubría la boca. Poseía la naturaleza solitaria y dada al trago del vaquero, pero ahora se encontraba en un desierto urbano inmenso, con cinco hijos. Era una carga muy pesada. Las noches y los fines de semana solía comprar un paquete de doce cervezas Milwaukee's Best, que tomaba poco a poco. Como dice Lorenzo, cuando Pablo bebía se ponía emotivo. A veces le decía que lo quería; otras, le hablaba con brusquedad. En una ocasión, cuando Lorenzo ya iba en la secundaria, Pablo le pidió que limpiara la sala. Lorenzo se negó, y Pablo agarró un cable de extensión eléctrica y salió tras él.
En la escuela no le iba mejor. Cuando creció, sus mejillas sobresalían, pero su coronilla siguió siendo comparativamente angosta, dando a su cabeza forma de huevo. Sus compañeros se burlaban de su cabeza deforme, y en la secundaria se reían de él por ser casi cejijunto.
-Yo no entendía por qué la gente hacía eso -dice Lorenzo. Muchos días regresaba llorando a casa.
No le quedó otro remedio que aceptar que era diferente. Mientras sus compañeros tenían el cabello corto y cara bonita, él era al revés. Su mamá le cortaba el pelo -no podían pagar un peluquero-, y él le pedía que sólo le cortara el flequillo. Pronto lució el estilo mullet.
-Te ves muy bien -le dijo Laura.
Sus compañeros eran menos indulgentes; lo ridiculizaban con frecuencia y de muchas maneras. A veces le decían "Cabeza de huevo", y otras "El Buki", en referencia al cantante mexicano de larga cabellera. Cuando le decían "Mujercita", él contestaba furioso que era muy hombre, porque soportaba todos sus insultos.
-¡No quiero ser como los demás! -gritaba, y se fingía inmune.
En séptimo grado, un amigo le pidió entregar mariguana para Sur Trece, pandilla local asociada con los Crips. Él aceptó, y se le confió una libra de yerba, que escondió en su mochila. Después le instruyeron para que la dejara en un hoyo en los jardines de la escuela. Hizo lo que se le dijo, pero estuvo aterrado todo el tiempo. "Podrían descubrirme en cualquier momento", pensaba. Se dio cuenta de que no estaba hecho para ser delincuente, y se negó a volver a hacer algo así.
En cambio, cuando entró a la Carl Hayden Community High School, decidió ingresar a la banda militar. Para prepararlo, su madre le encontró un curso de piano en el Ejército de Salvación y consiguió gratis un piano vertical (aunque le faltaban varias teclas). Lorenzo aprendió a tocar piezas de Debussy (Clair de lune), Erik Satie (Gymnopédie no. 3) y Chopin (Sonata no. 2). Podía escuchar la melodía unas cuantas veces y luego tocarla. Supuso que ya había aprendido lo suficiente para arreglárselas en los ensayos de la banda.
Por desgracia, los ensayos no son el momento ideal para improvisar. El primer problema fue que la banda no tenía piano. Lo más parecido que el maestro de música pudo encontrar fue el xilófono. Luego, Lorenzo no tenía idea de cómo tocarlo, porque no sabía leer partituras.
No obstante, al acercarse la Navidad, el maestro le dio un uniforme y le dijo que se preparara para el desfile anual. Lorenzo se puso obedientemente su traje, se sujetó el voluminoso xilófono y marchó con el resto de la banda por Central Avenue, en el corazón de Phoenix. Sabía que las piezas que interpretaban tenían partes extensas para xilófono, pero no podía tocarlas. De vez en cuando intentaba atinar algunas notas, pero siempre se equivocaba. Mientras el desfile proseguía sin cesar por el centro de Phoenix, él se preguntaba cuándo terminaría la humillación. Lo más que pudo hacer fue seguirles el paso a sus compañeros al marchar.
-Fue un desfile vergonzoso -dice.
Devolvió el xilófono y nunca regresó a la banda. Sentía que no pertenecía a ninguna parte, pese a estar desesperado por encontrar amigos o, al menos, personas que no se burlaran de él. Pero ésa era una preparatoria, y él se veía raro. Además, se le hizo repetir el primer año, porque debía mejorar su inglés. En consecuencia, era un año mayor que sus compañeros, lo que parecía indicar que había reprobado un grado.
Lorenzo intentaba razonar con sus agresores. Cuando pronunciaba mal una palabra y los demás se reían de él, pedía compasión:
-¿Por qué tienen que burlarse de mí por algo que quise decir? -esto sólo provocaba más carcajadas.
Lorenzo se enojaba cada vez más, y comenzó a pelear en la escuela. Terminaba golpeado, arañado y en la oficina del director. Iba en camino de que lo expulsaran. En un intento por ayudarlo a cambiar, el orientador escolar lo asignó a un curso de control de la ira donde aprendió que su ira era explosiva, el tipo más peligroso. Si no la contenía, se destruiría a sí mismo. El orientador le enseñó a calmarse contando del diez al cero. El problema es que no sabía si se quería calmar. Era difícil ignorar tantas burlas.
Después de clases, Lorenzo comenzó a ayudar a su padrino a arreglar autos. Hugo Ceballos vivía con la familia Santillan y había puesto un negocio informal a la entrada de la casa; cualquiera con un auto en problemas podía llegar, y Hugo levantaba la cubierta del motor, veía qué pasaba y lo arreglaba ahí mismo.
Hugo no le permitía a Lorenzo hacer mucho más que limpiar las herramientas con un trapo mojado en gasolina. Esto le daba a Lorenzo una excusa para pararse junto a los autos y mirar. Aprendió que, al subir un auto con un gato, hay que poner un neumático a un lado al deslizarse bajo el vehículo. De esta forma, si el gato falla, el auto caerá en el neumático, no en uno.
"Ésa es una idea cabrona", pensó Lorenzo.
Quería hacer más cosas, pero Hugo no lo dejaba. Así, revoloteaba en la periferia, limpiando las ocasionales herramientas y observando con atención, mientras Jose, su hermano mayor, ayudaba. Hugo le explicaba a Jose que era importante seguir la pista de todas las partes.
-Recuerda dónde va todo lo que le quitas a un carro -le decía.
Cuando Hugo instalaba un motor reconstruido, Lorenzo permanecía cerca y escuchaba, mientras Hugo le enseñaba a Jose cómo usar una llave de torsión para apretar los pernos. Lorenzo escuchaba atentamente y trataba de acercarse al auto lo más posible. Pero debía tener cuidado; si se les cruzaba a Hugo, o a Jose, de inmediato le gritaban y lo mandaban dentro.
La principal lección que Lorenzo aprendió de todo esto fue que era importante ser creativo. Hugo no tenía un taller mecánico normal, con una pared llena de herramientas y estantes repletos de provisiones. Tenía poco dinero, un juego reducido de herramientas manuales y su ingenio. Para sobrevivir, debía improvisar y adaptarse.
Lorenzo se lo tomó a pecho. No encajaba en la cultura blanca estadunidense ni encontraba su sitio en la comunidad de inmigrantes. Ni siquiera la banda de música -refugio habitual de los preparatorianos inadaptados- había surtido efecto. Pero sus días de asomarse sobre el hombro de Hugo en la entrada de su casa le enseñaron a pensar fuera de la norma. En esa entrada, una idea poco común no era necesariamente mala. De hecho, podía ser la única solución.
* * *
Hubo un tiempo en que Carl Hayden fue una escuela bien vista, que contaba incluso con un curso de equitación fuera de las instalaciones. Los alumnos podían montar a caballo en un recinto techado, para no sofocarse en exceso bajo el calor del desierto. Las autoridades escolares locales construyeron incluso un rodeo para los adolescentes. Era una escuela pensada para estudiantes blancos.
Pero dejó de serlo. Hoy, el vecindario que rodea la escuela transmite una sensación de descuido y abandono. Algunas calles siguen sin pavimentar. A las orillas del camino algunas envolturas de comida chatarra y pañales desechables se enredan entre la maleza seca. En la entrada de la institución, en West Roosevelt, guardias de seguridad, dos patrullas y un puñado de policías ven pasar en fila a los adolescentes frente a un letrero que dice: CARL HAYDEN COMMUNITY HIGH SCHOOL: ENTRAR ES UN ORGULLO.
Salir no lo es tanto, ciertamente. Los edificios de la escuela son, en su mayoría, cajones sin gracia de fines de los años cincuenta. El jardín de enfrente se compone tan sólo de matorrales pardos y tramos de tierra seca. Las fotos de generaciones junto a la dirección cuentan la historia de las cuatro últimas décadas. En 1965, casi todos los estudiantes eran blancos y vestían saco, corbata y falda larga. Hoy, noventa y dos por ciento del alumnado es hispano. Pantalones cortos, sueltos y caídos, y camisas de mezclilla bien planchadas son la norma.
El alumnado actual refleja la transformación de Phoenix. Esta ciudad fue fundada en 1868 por Jack Swilling, exoficial confederado adicto a la morfina. Swilling llegó a Arizona buscando oro, pero terminó enamorándose de una mexicana. Trinidad Mejia Escalante, de diecisiete años y originaria de Hermosillo, México, visitaba familiares en el sur de Arizona cuando se encontró con Swilling. Su madre no aprobó al soldado drogadicto, pero la joven estaba locamente enamorada y huyó con él.
Poco después de casarse, los Swilling construyeron un canal cerca de Salt River, exigua corriente que bajaba de las oscuras y calcinadas montañas de Mazatzal hasta un amplio valle. Sembraron maíz, sorgo e incluso un viñedo, y descubrieron que la tierra era productiva. El invierno era cálido y el suelo rico. Poco después, el canal Swilling atrajo a otros pobladores, uno de los cuales llamó Phoenix (Fénix) a la nueva comunidad. Esto remitía a los antiguos y arruinados canales de los indios que aún atravesaban el territorio, restos de una civilización perdida que ahora resurgía a raíz del matrimonio de un estadunidense y una mexicana.
En 1870, los primeros inmigrantes anglos de la región pusieron nombres de presidentes estadunidenses a las calles que corrían de este a oeste, y nombres de tribus indias locales a las que corrían de norte a sur. Esto pareció un arreglo digno, dada la historia de la zona. Pero en 1893 el ayuntamiento decidió rebautizar con números las calles norte-sur. Los nuevos nombres contribuyeron, asimismo, a que los inmigrantes anglos sintieran más suya la comarca.
Al desarrollarse la ciudad, los ingresos en impuestos se asignaron, en gran medida, a la infraestructura de los vecindarios anglos. Los vecindarios blancos recibieron tubería, drenaje y calles pavimentadas. Los barrios de los inmigrantes mexicanos no recibieron casi nada. En 1891, la Phoenix Chamber of Commerce publicó un folleto que promovía sus logros. "Aquí no priva ninguno de los trasnochados rasgos semimexicanos de ciudades más antiguas del suroeste, sino que, en medio de un valle de fertilidad espléndida, ha surgido una ciudad vigorosa y próspera de estructuras majestuosas y bellas residencias."
Cuando la segunda guerra mundial dio origen a un auge manufacturero, se abrieron fábricas en West Phoenix, lejos de los idílicos huertos de cítricos y canales de East Phoenix. Para hospedar a los trabajadores, compañías como Goodyear y Alcoa construyeron pequeñas villas cerca de sus fábricas. El alojamiento atrajo a obreros blancos, quienes crearon una comunidad en el área. La Carl Hayden Community High School nació para atender a esa población.
Pero en los años sesenta y setenta, al ampliarse las fábricas y aumentar la contaminación, los obreros blancos en West Phoenix dejaron el área. Se reportaron brotes de leucemia en niños. En muchos casos, las viviendas estaban mal construidas, ya que se les concibió como construcciones temporales. "Quienes pudieron hacerlo, se mudaron al East Side", dice John Jaquemart, historiador de la ciudad crecido en esa época en East Phoenix. "O, al menos, a cualquier otro lugar."
Al mismo tiempo, surgió la explosión demográfica en la región, debido al auge de la agricultura y las industrias de alta tecnología. En 1950, la ciudad tenía 106,818 habitantes, lo que la convertía en la número noventa y nueve en tamaño en Estados Unidos. En los diez años siguientes, su población se cuadruplicó, y aumentó a partir de entonces en cientos de miles de residentes cada década. En 1990, Phoenix tenía ya una población de casi un millón de personas, y era la sexta ciudad más grande de Estados Unidos.
El auge demográfico repercutió en la economía de la región, ya que los nuevos habitantes relativamente acaudalados necesitaban una extensa variedad de servicios, desde jardinería hasta limpieza. El pronunciado aumento de la demanda de mano de obra fue satisfecho, en parte, por los inmigrantes ilegales que llegaban a raudales del otro lado de la frontera, todos ellos necesitados de un sitio donde establecerse. West Phoenix fue la mejor opción. Era barato, estaba cerca del centro y los blancos lo abandonaban debido a potenciales problemas de salud y a las casas temporales y mal construidas con varias décadas de antigüedad.
Los cambios demográficos de la urbe representaron un reto para las autoridades escolares. Una resolución de la Suprema Corte de 1974 prohibió el transporte escolar entre distritos, lo que significó que los blancos de los suburbios podían permanecer en sus escuelas, mientras que a las minorías del centro se les dejaron las instalaciones abandonadas por sus predecesores. No obstante, en 1985 un juez federal ordenó al distrito eliminar la discriminación racial. Ante las pocas opciones las autoridades escolares intentaron atraer estudiantes blancos a la zona. A mediados de los ochenta, Carl Hayden se volvió un centro de atracción especializado en ciencias marinas y programación de computadoras. La idea era más o menos la siguiente: a los blancos les gustan tanto el mar como las computadoras; así, una escuela que ofrezca cursos especializados en esas materias atraerá a gente blanca.
No funcionó. Ni siquiera todos los planes de estudios de programación u oceanografía fueron suficientes para interesar a las familias blancas, las cuales habían huido a las colonias suburbanas alrededor de Phoenix. Mientras que distritos elegantes como Scottsdale y Mesa estaban llenos de alumnos blancos, Phoenix era crecientemente hispana. Al final, el distrito se rindió. Ya no habría más diversidad para equilibrar. En 2004, Carl Hayden era noventa y ocho por ciento hispana -casi todos los chicos blancos se habían marchado-, de modo que, en 2005, el tribunal federal revocó su orden antidiscriminatoria, vigente por dos décadas. Autoridades y maestros intentaron dar un sesgo positivo a la situación. "De escuela a escuela, estamos igualmente equilibrados", anunció Shirley Filliater-Torres, presidenta de la Classroom Teachers Association del distrito. No señaló que las escuelas estaban igualmente equilibradas porque estaban casi por completo ocupadas por una sola raza. "Hemos hecho quizá todo lo posible por acabar con la discriminación, dada nuestra población estudiantil", dijo.
La transformación fue total. West Phoenix era hispano. Y mientras esa gente trabajaba en el centro o en East Phoenix -limpiando la ciudad, de noche, como fantasmas que desaparecían al amanecer-, los médicos e ingenieros de Scottsdale y Mesa rara vez se aventuraban al oeste. Daban varias razones de ello: era peligroso, estaba sucio, hacía mucho calor.
"No veíamos sino con desprecio cualquier cosa al oeste de Central Avenue", dice William Collins, historiador de la Arizona State Historic Preservation Office.
Según Jaquemart, el historiador de Phoenix, los residentes del East Side aseguraban que no podrían vivir en el West Side porque el sol les daría en la cara al viajar cada mañana al centro para ir al trabajo. El profesor de geografía de Jaquemart en la Arizona State University (ASU) lo dijo más sucintamente: "Ahí no hay nada que valga la pena".
* * *
Cristian Arcega trataba de restar importancia a lo que los demás pensaran de él, porque con frecuencia no era positivo. Se crio en Mexicali, México, era delgado y de baja estatura, y no destacaba en las cosas que usualmente hacen que otros se fijen en alguien. No era bueno para contar chistes, ni sabía jugar futbol sin enredarse en sus propios pies. Era tan menudo que cualquiera podía empujarlo con facilidad. Pronto se dio cuenta de que resultaba más interesante quedarse en casa, alejarse de los bravucones y jugar con cosas que no lo lastimaran.
Salvo que a veces lo hacían. Cuando tenía cuatro años, desarmó el radio de su casa y cortó con un tenedor algunos alambres internos. Luego volvió a conectar el aparato destripado. Quería saber qué pasaba si deshacía algunas conexiones y enchufaba aquella cosa. Cuando movió el interruptor, el radio soltó un fogonazo eléctrico, y se fue la luz. Su mamá llegó corriendo a zarandearlo. Mientras le gritaba, él sólo podía pensar en una cosa: "¡Guau, eso fue divertido!".
Pronto, todo lo que su madre le compraba terminaba hecho trizas en el piso de concreto de su casa inconclusa, en un vecindario pobre cerca de la frontera.
-Siempre quería ver todo por dentro -recuerda su mamá.
Cuando cumplió cinco años, Cristian anunció que quería hacer robots. Nadie en su familia supo qué decir. Él asistía a un jardín de niños hecho con tarimas de madera procedentes de barcos; no había mucha tecnología en el salón. Tampoco había heredado esa idea de sus padres, quienes no acabaron la escuela primaria y tenían poco interés en máquinas programables. Pero, por alguna razón, Cristian se obsesionó con hacer robots.
En 1994, Juan Arcega, su papá, viajó a Estados Unidos y encontró trabajo en Arizona fabricando contenedores móviles. Ganaba más ahí que en una empacadora de verduras en Mexicali, pero extrañaba a su familia. Aparte, sentía que Estados Unidos ofrecía más oportunidades a su excepcional hijo. Cristian seguía tratando de hacer cosas con trozos de madera y clavos oxidados -desde helicópteros que nunca volaban hasta autos de carreras que apenas si podían rodar-, y Juan estaba seguro de que su hijo no podría desarrollar sus habilidades si se quedaba en Mexicali. Tal vez en Estados Unidos tendría una oportunidad.
En noviembre de 1995, Cristian fue llevado al otro lado por miembros de su familia. Tenía cinco años, y el viaje fue un misterio para él, principalmente porque se quedó dormido en el auto. Cuando despertó, estaba en Yuma, Arizona. Su familia no le dijo nada acerca del cruce. Ellos sólo siguieron conduciendo dos horas más, al este, hasta llegar a la pequeña ciudad de Stanfield, Arizona.
Stanfield no parecía mucho mejor que Mexicali. Tenía una población de seiscientas personas, pero parecía un pueblo fantasma. Plantas rodadoras invadían lotes baldíos. Muchas de las casas aún en pie estaban tapiadas. Pero había algunas porciones de terrenos agrícolas en medio del vasto y vacío desierto de Sonora.
Los Arcega se instalaron en la casa que rentaba Juan. Cristian la recuerda como "una casa horrible y decrépita", con postigos arrancados y agujeros en las paredes. La compartían con otra familia, todos amontonados en tres cuartos llenos de polvo.
Cristian entró ese diciembre a la Stanfield Elementary. El plantel era una serie de bellos edificios de ladrillo con un letrero al frente en el que aparecía un correcaminos, la mascota de la escuela. Parecía un sitio agradable, salvo que Cristian no hablaba nada de inglés. El primer día se sentó en un pupitre de madera aglomerada con un compartimento abajo. Mientras la maestra de tercero parloteaba cosas incomprensibles, él vio que sus compañeros sacaban de sus pupitres hojas de trabajo. Cristian hizo lo mismo, pero no captaba las instrucciones en inglés. Volteó a ver a la niña sentada a su lado, pero ella dijo algo ríspido y cubrió lo que estaba haciendo.
Se supone que, al terminar las clases, Cristian debía tomar el autobús escolar a casa. Su mamá le había dicho qué camión abordar, pero cuando él salió a buscarlo, vio muchos autobuses amarillos idénticos. Reconoció a una niña -la había visto jugar en una casa cercana a la suya-, así que se subió al mismo autobús que ella.
El camión avanzaba y avanzaba, pero nada parecía conocido. Cuando la niña se bajó, Cristian no vio su casa por ningún lado, y no se movió. Por fin se quedó dormido.
Lo despertó el chofer, y él vio que era el único niño que quedaba en el autobús. Ya había oscurecido. Cristian había pasado horas enteras en el camión.
-¿Dónde vives? -le preguntó el chofer.
Cristian le enseñó una hojita. Su mamá había escrito la dirección. El señor se rio y dijo algo. Cristian entendió lo esencial:
-Te subiste al camión equivocado, niño.
El conductor fue amable y se tomó la molestia de llevarlo a casa. Pero Cristian siguió teniendo dificultades durante el resto del año escolar. A veces terminaba a un cuarto del trayecto a Yuma, y otras a medio camino a Phoenix, antes de darse cuenta de que había un problema. Veía bajarse a un niño tras otro hasta que él era el último a bordo. Se las arreglaba durmiéndose. En al menos una ocasión, su mamá fue a la escuela porque no había llegado a cenar, y un empleado se comunicó por radio con los conductores de los autobuses hasta que uno de ellos informó que llevaba un niño dormido a bordo.
Asistía a un curso de inglés, pero Cristian seguía confundiéndose. Un día en que no comprendió una tarea, una de sus maestras le gritó. Cristian leía bien todas las palabras, pero no sabía qué significaban. Ese año sacó puros cincos.
Algunos niños no eran cordiales. Recuerda haber oído por primera vez la palabra wetback ("espalda mojada") en el autobús escolar, dirigida a él. Los chicos eran más descarados en el autobús porque el chofer iba manejando y no podía hacer nada para detener las burlas. Cristian casi nunca entendía bien lo que decían de él, pero sabía que no era amable.
Obviamente, no ganaría una pelea. Era pequeño, y estaba en desventaja numérica. Pero se resistía a rendirse. Aunque algunos de sus maestros lo ridiculizaban y sus compañeros lo hostigaban, estaba convencido, incluso a sus seis años, de que era más listo que la mayoría de ellos. Su petulante indiferencia incitaba abusos. Un chico en particular parecía complacerse en insultarlo. Finalmente, el último día del año escolar, Cristian golpeó en la cara a un niño al bajar del autobús, y huyó a casa antes de que alguien pudiera reaccionar.
Ese verano, su familia se mudó a una casa rodante en las afueras de la ciudad, donde la temperatura se disparaba a cuarenta y tres grados. Cuando Cristian se aventuró afuera para jugar en la tierra, se quemó las manos con un pedazo de metal y le salió una roncha. Decidió entonces quedarse en casa. Tenían una televisión, que a veces sintonizaba una emisión en español, llena de interferencia procedente de Nogales, a ciento cincuenta kilómetros al sur, de los Power Rangers.
Fue entonces cuando se interesó en un programa de un sujeto blanco y barbado que empuñaba una sierra circular. El señor tenía el cabello canoso y una voz ligeramente nasal, y cortaba un pedazo de madera con la sierra. Cristian se percató rápidamente de que hacía una escalera. Su hermana menor se quejó -quería ver las caricaturas-, pero él no la dejó cambiar de canal. Acababa de descubrir la magia de Bob Vila, el extraordinario gurú de las mejoras domésticas.
De 1979 a 2007, Vila condujo una serie de populares programas sobre la remodelación del hogar que pusieron de moda las reparaciones domésticas e inspiraron Home Improvement (Mejorando la casa, en América Latina), el programa cómico de Tim Allen. Con un acento netamente estadunidense, camisas a cuadros y una empresa remodeladora en Nueva Inglaterra, Vila parecía un yanqui de cepa. En realidad había nacido en Cuba. Su familia salió de La Habana en 1944, y él creció en Miami hablando español.
"En algún momento tienes que elegir conscientemente tu identidad, y yo decidí ser un chico estadunidense", dice él mismo acerca de su experiencia de haber crecido en una familia hispanohablante. "Durante los cuarenta y ocho años posteriores, no presté atención a mi ascendencia."
Todavía en 1996, en un tráiler en medio del desierto de Arizona, Vila fue un símbolo de esperanza para un chico que batallaba con su identidad cultural. Vila y las máquinas que usaba cautivaron a Cristian. Este niño de seis años no necesitaba hablar inglés para apreciar la cruda belleza de una mezcladora de cemento o de las retorcidas entrañas de una compresora de aire. Le encantaba ver herramientas eléctricas, y cómo despedían aserrín. La mesa de trabajo de Vila parecía enorme, algo que un gigante usaría. Era un destello de un mundo mágico en el que la gente disponía de una cantidad infinita de provisiones y herramientas extraordinarias. En comparación, las caricaturas palidecían. Para Cristian, Bob Vila's Home Again fue un verdadero cuento de hadas.
Verlo era emocionante, pero también motivo de frustración. El lote vecino estaba lleno de autos viejos. Riquezas mecánicas indecibles se acumulaban justo al otro lado de la alambrada, pero el dueño de la propiedad no dejaba que Cristian examinara los autos. Incluso lo acusó de robar partes. Cristian respondió que todo eso era chatarra; nadie la querría.
Cada año esperaba con ansia la estación de los monzones que, por lo general, comenzaba en junio. El viento levantaba y avivaba entonces en el cielo columnas inmensas de polvo de miles de metros. Tapaban el sol y refrescaban el ambiente, pero lo mejor no era eso. Lo que más le gustaba a Cristian era la extraña variedad de cosas que los aires llevaban hasta su patio, desde hierbas geométricamente complejas hasta balones de basquetbol que podían servir para hacer modelos del sistema solar. Recuerda haber visto una piscina de plástico de 3.5 metros caer del cielo y aterrizar frente a su casa. Esto era lo más parecido a la prodigalidad del programa de Bob Vila que él podía tener.
Cuando tenía nueve años, su familia se mudó a un desvencijado parque de tráileres en West Phoenix. Juan consiguió empleo como soldador en una compañía fabricante de rampas de metal para discapacitados. Irónicamente, uno de sus clientes era la Border Patrol. La familia de Juan vivía ilegalmente en Estados Unidos, pero de todas formas él fue enviado a Nogales para instalar rampas de acceso en instalaciones de esa agencia del orden público.
Ese parque de tráileres se llamaba Catalina Village y se anunciaba como una "comunidad amurallada". Los largos tramos de bloques de hormigón de 1.5 metros que la rodeaban no estaban pintados, con excepción de porciones grafiteadas y apresuradamente cubiertas a mano con pintura. La entrada tenía un vistoso letrero que decía SE PROHÍBE MÚSICA ESCANDALOSA, en inglés y en español. Un par de tenis colgaba de los cables eléctricos sobre la entrada, lo que indicaba que era posible comprar drogas en el área. La página de internet del parque daba un giro optimista a la situación: "¡Inicia el mejor momento de tu vida en una de nuestras casas en Phoenix, Arizona!".
Los Arcega ocuparon una casa rodante rosa de un solo ancho. A Cristian le pareció una gran mejora, sobre todo porque no había basura por todas partes. Además, la Alta E. Butler Elementary School quedaba a sólo una calle. Eso quería decir que no habría más autobuses escolares ni posibilidades de que se burlaran de él. Podía ir caminando a la escuela.
Lo malo fue que desarrolló alergias. Los senos nasales se le obstruían, y le lloraban los ojos. Su mamá lo llevó al doctor, quien probó varios alérgenos en su piel y concluyó que Cristian era alérgico a casi todo. Su mamá decidió que la mejor solución (y la más accesible) era que permaneciera en casa y viera más televisión.
Pronto descubrió que ver a Bob Vila lo ayudó a mejorar su inglés. En cuarto grado ya lo hablaba con soltura, y en quinto obtenía excelentes calificaciones. Se había vuelto tan hábil que se encontró preguntándose por qué los demás en su salón eran tan lentos. "De repente todo se volvió aburrido", dice.
Pasaba el mayor tiempo posible en la raquítica biblioteca de su escuela, leyendo los libros más difíciles que encontraba. Las opciones se le acabaron rápido, y se descubrió indignándose por una serie de National Geographic para niños, con muy pocos datos e información. Decidió también que las tareas escolares eran insustanciales y estaban por debajo de su capacidad, aunque de todas formas las hacía. Esto era más fácil que demostrar a sus padres y maestros que eran un ejercicio inútil.
No fue sino hasta octavo grado cuando encontró a alguien que lo inspiró. La señora Hildenbrandt enseñaba química y lo animó a elegir un proyecto independiente. Él decidió estudiar la ciencia de los cohetes. En particular, quería explorar el efecto de distintos diseños de aletas sobre las propiedades aerodinámicas de un cohete. A Hildenbrandt le pareció una gran idea y lo instó a ejecutarla.
Cristian reclutó a un par de compañeros en su equipo de lanzamiento. Juntos reunieron unos dólares y compraron un cohete para armar de un catálogo de pedidos por correo. Un día, después de clases, Cristian ató una resistente cuerda para pescar en un extremo de la cerca del campo de futbol y la tendió ciento cincuenta metros hasta otro poste. Unos chicos jugaban en la cancha, pero él había tendido la cuerda en un costado. Pensó que no pasaría nada.
Cuando tensó la cuerda y la fijó al cohete, estaba muy emocionado. Había preparado un experimento perfecto. Había equipado el cohete con el motor más pequeño posible, y ciertos cálculos le hacían creer que no cubriría toda la distancia entre los postes. Encendería el cohete, lo vería deslizarse horizontalmente por la cuerda y mediría la distancia recorrida. Probando una serie de diseños de aleta, determinaría cuál era el más aerodinámico, con base en lo lejos que llegara el cohete. En todo caso, ésa era la idea.
Insertó con cuidado los dispositivos eléctricos de encendido, fue soltando los alambres y, sólo por diversión, inició la cuenta regresiva: "Tres, dos, uno, ¡despegue!".
El motor del cohete encendió con un rugido, derritiendo de inmediato la cuerda de plástico. Libre de su guía, el cohete estuvo en libertad de volar en cualquier dirección, y apuntaba horizontalmente al otro lado de la cancha. Los niños que jugaban futbol salieron gritando y corriendo para protegerse.
Casi al instante, el cohete giró, salió disparado hacia arriba y emitió un fuerte estruendo sobre la cancha. Un maestro salió a toda prisa de un salón y vio a niños aterrados dispersándose por todas partes. Arriba, el cohete descendía pacíficamente en un paracaídas. Mientras todos mantenían su distancia, un niño corrió emocionado hacia el artefacto: era Cristian.
-Fue así como supieron quién lo había hecho -dice él mismo.
El maestro lo reprendió y le ordenó que no volviera a cometer tal imprudencia. Cristian dijo comprender y se resignó a olvidarse del cohete. Pero, para sus adentros, se preguntaba cuál sería su siguiente experimento.
* * *
Al terminar octavo grado, Cristian pensó en la preparatoria. Había oído hablar del bachillerato internacional de la North High School. Se suponía que era pesadísimo y eso le atraía. Pero cuando fue a pedir una solicitud, le dijeron que ya no había cupo. Antes de buscar en otro lado, decidió que la escuela de su vecindario estaba bien. Carl Hayden se encontraba a sólo seis calles de su casa y presumía de dos atractivos e interesantes cursos: ciencias de la computación y ciencias marinas. Quizás estos cursos no habían conseguido captar la atención de muchos estudiantes blancos, pero sí despertaron la curiosidad de Cristian.
Cuando llegó a Carl Hayden, decidió inscribirse en todas las materias para alumnos distinguidos, principalmente para librarse de "los idiotas" que fastidiaban a los maestros, gastaban bromas en clase y se burlaban de que él fuera tan serio. Advirtió que los alumnos distinguidos tendían a no hacer alboroto, pero su inteligencia no le impresionó gran cosa. Se saltó el curso de ciencias de primer año y se inscribió en el de biología de segundo.
Asimismo intentó complementar su aprendizaje investigando en internet sobre biología celular y sobre Shakespeare. El problema era que el único acceso a internet que tenía en casa funcionaba con un módem de marcación telefónica. Justo cuando él comenzaba a disfrutar los suculentos detalles de la replicación celular, su hermana levantaba el teléfono y cortaba la conexión. "¡Hey!", gritaba él. Su hermana le respondía que había otros en la familia que necesitaban usar el teléfono. Añadía que él era un alienígena que sus padres adoptaron luego de encontrarlo junto a un basurero.
Los breves destellos de un mundo lleno de conocimientos seducían a Cristian. También hacían que, en comparación, la escuela pareciera aburrida. No le fue difícil sobresalir. Pronto se ubicó como uno de los dos mejores estudiantes de su generación, de seiscientos. Pero se aburría. Realmente se aburría.
Fue entonces cuando conoció a Fredi Lajvardi.
Antes de verlo, oyó hablar sobre el curso de ciencias marinas de Carl Hayden. Casi a diario, un bombo retumbaba en las losetas de mármol del pasillo, y una melodía tecno vibraba en el aire. El ruido procedía del salón 2134, un aula oscurecida y sin ventanas con paredes cubiertas de peceras. Una luz tenue emanaba del acuario reluciente y burbujeante, lo que daba al salón una atmósfera como de centro nocturno. A primera vista, era difícil identificar al maestro. Esto se debía a que Fredi Lajvardi solía quedarse atrás, poniendo música en una serie de computadoras. Llamado Ledge por sus alumnos, versión corregida y condensada de su apellido iraní, Fredi poseía la energía inagotable de un DJ en una fiesta que dura toda la noche.
Técnicamente, él era el coordinador del curso de ciencias marinas, cargo que ocupaba desde 2001. En realidad, nunca le interesó dar clases o enseñar a la manera tradicional. Al inicio de cada clase, hacía un corrillo como si fuera un entrenador de futbol, y asignaba a los chicos misiones individuales para el momento. "¡Bueno, a trabajar!", decía al final con entusiasmo, batiendo palmas y mandando a los chicos de vuelta a sus mesas. Repartía consejos sin cesar: "Piensa en la fuerza gravitacional de la luna", "¿De veras vas a dejar basura en mi salón?", "Si alguien se entera de una amenaza de bomba, avíseme". Su aula tenía la intensa energía de un evento deportivo, en el que Fredi era el entrenador, el porrista, la banda, la mascota, el conserje y el destacamento de seguridad, todo en uno.
La música era parte importante de la atmósfera. De hecho, el golpeteo tecno que emergía de los altavoces del salón de Fredi solía ser el suyo. Había grabado un álbum a principios de la década de 2000 -Ledge on the Edge-, aunque nunca intentó ponerlo a la venta. Componía de noche usando el software de audio ACIDPlanet, y ponía sus pistas en un ciclo interminable para su público cautivo. Las reacciones eran variadas: a Cristian, en lo personal, le parecían horribles, pero muchos otros se resistían a criticar abiertamente las melodías de su maestro. La música de Fredi transmite, en gran medida, la sensación propia de mediados de los años ochenta, de la pista sonora de Beverly Hills Cop -pitidos chirriantes, tambores y ritmos incisivos-, pero para su quinta o sexta repetición se desvanece inocuamente al fondo.
Aun así, esa música ejercía un efecto, incluso después de que los estudiantes dejaban de ponerle atención. Su ritmo animoso e impulsivo indicaba que había un millón de cosas que hacer. Era casi imposible escucharla y quedarse quieto. En ACIDPlanet.com -foro de usuarios de ese software musical-, Fredi declaró su propósito: "¡Espero que la gente ponga mi música cuando tenga que llenarse de energía y echar a andar!".
En su trayecto de cada mañana a la escuela, a Fredi le gustaba poner su música a todo volumen. Pero no daba la impresión de que necesitara más energía de la que ya tenía. Era un torbellino barbado y correoso de 1.65 de estatura que desbordaba el entusiasmo de un corredor de larga distancia. Cuando estaba en la preparatoria, participó cada año en el campeonato estatal de carrera a campo traviesa, y en una competencia de 5 km corría una milla (1.609 km) en cinco minutos en promedio. Ahora que ya había llegado a los cuarenta, hacía una milla en menos de seis minutos, esforzándose con la determinación de alguien que aún tiene algo que demostrar.
La música formaba parte de su filosofía educativa. Fredi había dirigido siempre su atención a animar a los jóvenes a aprender. Le importaba menos cubrir el programa obligatorio que encontrar proyectos prácticos. Muchos alumnos sentían que la escuela era estéril y burocrática. La música de Fredi era sólo un medio a través del cual él intentaba cambiar el ambiente. No necesariamente importaba si gustaba o no. Bastaba con que fuera distinta.
Asimismo, él buscaba tiempo no estructurado en el horario escolar. Cuando llegó a Carl Hayden, en 1987, puso en marcha el seminario de ciencias, curso sin ningún programa. Se limitó a indicar a sus alumnos que buscaran algo divertido que hacer, o una idea por probar. Al paso de los años, sus estudiantes emprendieron proyectos inusuales. Uno intentó enseñar a ratas daltónicas a diferenciar colores. Otro hizo una maqueta de plastilina (a escala 1:60) del centro de Phoenix, la metió en un túnel aerodinámico e introdujo en bióxido de carbono. La meta: determinar cómo podía emplearse la arquitectura para aumentar la circulación del aire y contribuir a disipar la contaminación retenida. El aula de Fredi se convirtió así en refugio de reparadores, inventores y soñadores frustrados.
En consecuencia, el día en que Cristian Arcega entró muy campante al salón de ciencias marinas, Fredi estaba más que preparado para apreciar su talento. Cristian supo de Fredi por Michael Hanck, otro chico de primer año que tomaba ciencias marinas. Alentado por Fredi, Hanck se había puesto a hacer robots en el salón.
"¿Robots?", preguntó Cristian.
Eso era lo que él había esperado escuchar durante toda su vida.
* * *
El 27 de julio de 1997, la policía del suburbio de Chandler, en Phoenix, fue desplegada tanto a pie como en bicicletas, patrullas y furgones. Recibieron quejas de residentes de que inmigrantes se bañaban desnudos en los naranjales alrededor de la ciudad. A otros lugareños les molestaba que personas supuestamente mexicanas merodearan por el Circle K, en la esquina de Arizona Avenue y Fairview Street. El problema adquirió proporciones globales en la mente de las autoridades; James Dailey, agente de inteligencia del Servicio de Inmigración y Naturalización (SIN), describió el área como "el primero o segundo punto de reunión de extranjeros más notorio del mundo".
Los agentes identificaron rápidamente a probables objetivos. Cuando Venecia Robles Zavala, madre de tres menores de edad, salía de Food City, en Arizona y Warner, fue detenida por un agente en bicicleta. Él la oyó hablar en español con su hijo de cinco años y exigió ver sus papeles.
-¿Qué papeles? -preguntó ella, sorprendida-. ¿Periódicos?
-Papeles de inmigración -aclaró el oficial.
-Soy ciudadana estadunidense.
El policía le pidió demostrarlo, así que ella le enseñó su licencia de manejo. Aquél no se dio por satisfecho; una licencia de esa índole no era prueba de nacionalidad. Como él la oyó hablar español, necesitaba una confirmación de más peso, como su pasaporte o tarjeta del Seguro Social. Por suerte, ella llevaba en la cajuela su acta de nacimiento. Esto sí bastó para convencer al oficial de que ella no debía ser deportada.
Otras cuatrocientas treinta y dos personas "de apariencia hispana" fueron detenidas en el marco de esa redada, que la policía llamó Operation Restoration. La meta declarada era "erigir colonias más fuertes". El sexto día de la campaña, la policía y Border Control se "dieron una vuelta" por la Hamilton High School y arrestaron a trece "extranjeros", a los que subieron a una camioneta y deportaron. En un Little Caesars cercano, un chico de dieciséis años y su amigo esperaban una pizza cuando un policía y un agente de la Border Patrol llegaron y les preguntaron si eran "legales". El adolescente dijo serlo, pero los oficiales no le creyeron. Ordenaron al empleado devolver a los chicos su dinero -ellos no cenarían pizza esa noche- y los subieron a una patrulla. Uno de ellos pudo llamar a su madre, quien llegó justo a tiempo con su tarjeta del Seguro Social, pero su amigo no tuvo tanta suerte y fue deportado.
Al detener a un inmigrante, los agentes tenían que llenar el formato I-213, un formulario de deportación de extranjeros. Éste disponía de un espacio para describir al detenido, con objeto, entre otras cosas, de que los policías demostraran que habían tenido motivo para aprehender al individuo. De acuerdo con documentos del SIN relativos a esa redada, la causa probable podía ser "ropa propia de extranjeros llegados en forma ilegal" u "olor intenso común a los extranjeros ilegales".
La policía no restringió sus actividades sólo a la calle. El 28 de julio de 1997, las autoridades convencieron al administrador de un parque de casas rodantes de marcar en un mapa con una equis cada casa ocupada por personas sospechosas de ser inmigrantes ilegales. Esa misma noche, alrededor de las once, algunos oficiales golpearon la puerta de una familia que dormía. Un hombre que la policía identificó como B despertó viendo luces en las ventanas. Cuando abrió, los oficiales entraron con aire resuelto, pese a sus protestas.
"Podemos hacer lo que queramos", respondió un agente, aunque admitió que no llevaban orden de cateo. "Somos del Departamento de Policía de Chandler. Aquí hay personas que viven ilegalmente en el país."
Despertaron también a los cuatro hijos y al cuñado de B, y les ordenaron presentar sus papeles. Estaban en piyama, pero la policía no les permitió cambiarse, pese a que B demostró que dos de sus hijos eran ciudadanos estadunidenses, mientras que los otros dos y él eran residentes legales. Cuando los policías descubrieron que la visa del cuñado había expirado, pidieron apoyo por radio y se lo llevaron en piyama.
Al analizar aquella razzia, el fiscal general de Arizona, Grant Woods, descubrió que una mujer embarazada fue subida a una camioneta sin ventanas ni agua, un día en que la temperatura era de 38 grados. "En la escena de una detención y arresto masivos, la policía de Chandler pidió la intervención de unidades caninas, lo que resultó en al menos un individuo mordido por un perro", señaló Woods en su informe. Asimismo, indicó que, en al menos un caso, un policía hizo uso de "fuerza física excesiva para el arresto", al grado de que los agentes de la Border Patrol que lo acompañaban tuvieron que contenerlo. Woods señaló igualmente que casi ninguno de los deportados tenía antecedentes penales: "No existían órdenes de arresto, acusaciones ni detenciones relacionadas con tales individuos que indicaran actos delictivos previos o justificaran seguridad o fuerza física extraordinaria".
Escribió Woods: "La pregunta que se plantea ante un trato así no es si el arresto y la deportación son legales, sino si estos seres humanos tienen derecho a cierta medida de dignidad y seguridad aun si se sospecha que se encuentran ilegalmente en Estados Unidos".
Aunque la redada de Chandler fue una de las más grandes en la historia de Phoenix, no fue un hecho aislado. Una búsqueda en el suburbio de Mesa, en Phoenix, en diciembre de ese mismo año arrojó ciento noventa y un inmigrantes ilegales, mientras que en marzo de 2000 el SIN detuvo en el área a otros ciento cuarenta inmigrantes presuntamente ilegales. En enero de 2000, el SIN lanzó la Operation Denial, fuerza de tarea de cien agentes que fueron enviados al Aeropuerto Internacional Sky Harbor de Phoenix y al Aeropuerto Internacional McCarran de Las Vegas. Phoenix fue el principal foco de atención; oficiales del SIN llamaron a Sky Harbor la "Grand Central Station" del ingreso clandestino a Estados Unidos.
El clima en Arizona se deterioró rápidamente. En 2000, el ganadero Roger Barnett declaró la guerra a los migrantes. "Humanos, la principal presa sobre la Tierra", dijo a un periódico de Londres. Cosió en su camisa una insignia de factura doméstica que decía PATRIOT PATROL, subió en un vehículo todo terreno y recorrió su rancho de nueve mil hectáreas en Arizona en busca de cualquiera con aspecto de mexicano. Según documentos judiciales, cuando encontraba a personas de apariencia hispana, las aprehendía a punta de pistola y amenazaba con matarlas. Su bravuconería inspiró a otros, quienes formaron grupos de vigilantes armados para patrullar el estado.
En 2003, a ciento treinta kilómetros al sur de Phoenix, doce migrantes dormían junto a un abrevadero a la espera de un traficante que los introduciría más aún en territorio estadunidense, cuando aparecieron dos hombres vestidos con ropa de camuflaje y armados con un rifle automático y una pistola. Abrieron fuego y mataron a dos de los migrantes. La policía encontró después los cadáveres acribillados. Nadie fue castigado por este crimen.
En 2004, cuando Cristian llegó al salón de ciencias marinas de Fredi, organizaciones como Minutemen, Ranch Rescue y American Border Patrol ya recorrían el estado en busca de inmigrantes ilegales. "Ésta es una invasión, la mayor de la historia", escribió el aspirante a la presidencia Patrick J. Buchanan en su libro State of Emergency: The Third World Invasion and Conquest of America. "Lo que México hace con el suroeste estadunidense es lo que, desde tiempos inmemoriales, han hecho todas las tribus para conquistar y colonizar poco a poco el territorio de otras."
Todo indica que, para Buchanan, lo que estaba en juego era nada menos que la sobrevivencia de Estados Unidos. Desde su perspectiva, los migrantes que supuestamente llegaban al país a limpiar baños y clavar clavos, en realidad tramaban un insidioso complot para rescatar el territorio que México perdió en su guerra contra Estados Unidos en 1846-1848. Ese complot, aseguró Buchanan, tenía nombre: se llamaba "La Reconquista".
"La Reconquista no se consumará con la fuerza de las armas, como ocurrió con la anexión estadunidense del suroeste y California en 1848", escribió. "Se logrará por medio de una invasión no violenta, y de la transformación cultural de esa enorme parte de Estados Unidos en una zona fronteriza mexamericana, donde la cultura dominante será hispana y los anglos se sentirán despojados y empezarán a emigrar."
El elemento clave de ese supuesto complot eran los hijos de los migrantes. Buchanan alegó que muchas familias llegaban a Estados Unidos para aprovecharse de los servicios del gobierno. No iban a trabajar; estaban ahí para solicitar asistencia social. La escuela era un tema particularmente espinoso. Él aceptaba que los niños inmigrantes querían estudiar -y, por tanto, tal vez deseaban asimilarse y contribuir al país-, pero sostuvo que educarlos era mala idea, ya que sobrecargaba al sistema educativo y extraía recursos de ciudadanos asentados tiempo atrás. En su opinión, era mejor rechazar a los migrantes, sobre todo porque él creía que jamás lograrían gran cosa: "A millones de inmigrantes -y en especial a sus hijos- que hoy sobreviven gracias a la asistencia social se les inculcan los valores de una subcultura de pandillas, crimen, drogas y violencia".
Buchanan bien pudo ser sólo un experto con un estrado y altas aspiraciones, pero Joe Arpaio, el sheriff del condado de Maricopa, coincidía con él y se hacía oír por igual, aunque él sí tenía autoridad. El sheriff Joe, como se le conoce localmente, ha tenido jurisdicción sobre Phoenix y su extensa área metropolitana desde que se le eligió por primera vez al cargo, en 1992. Arpaio triunfa a menudo con más de sesenta por ciento de los votos, apoyo popular que lo ha facultado para actuar con energía. En su autobiografía, aparecida en 2008, advirtió que los inmigrantes mexicanos creen que "Estados Unidos les robó el actual territorio de California, Arizona y Texas [...] y la inmigración masiva por la frontera no hará sino acelerarse, garantizando así la reconquista de estas tierras y su devolución a México". Tituló su libro Joe's Laus: America's Toughest Sheriff Takes on Illegal Immigration, Drugs, and Everything Else That Threatens America. Creía que el gobierno federal no hacía lo suficiente para repeler a los mexicanos, y juró tomar en sus manos la resolución de ese asunto.
Para él, los inmigrantes mexicanos eran distintos a sus antecesores de otras latitudes. Además de delincuentes, solían ser portadores de enfermedades, y carecían de los valores de los estadunidenses. "Como todos los demás inmigrantes, menos los de México, mis padres abrigaban ciertas esperanzas y verdades", escribió en su libro. Los mexicanos eran diferentes. La mayoría que su departamento aprehendía eran, dijo, "potenciales" portadores de influenza porcina. "Todos ellos son sucios", dijo a GQ en 2009.
En efecto, los promotores de un enfoque más agresivo de la inmigración alegaban que los migrantes mexicanos eran una amenaza doble. Además de un plan encubierto de apoderarse del territorio estadunidense, también llevaban a cabo una "invasión silenciosa" de enfermedades. No eran simplemente personas en busca de empleo; eran parásitos que debían ser aplastados. Un informe citado en el libro de Buchanan advertía que los enfermizos migrantes "ponen en peligro a los niños en las escuelas y en los cines, a cualquiera cerca de un vago que tose o estornuda, o a clientes de restaurantes de comida rápida que bien podría haber sido preparada por un 'invasor'". Los autores de ese informe recomendaban deportaciones masivas.
Para muchachos como Cristian y Lorenzo, obtener buenas calificaciones parecía ser, a veces, el menor de sus problemas.
* * *
Una mañana de invierno de 1996, el olor a pino y roble quemados despertó a Oscar Vazquez. Tenía nueve años de edad y, al dejar la cama, vio una gran quemazón en el patio. Una olla enorme soltaba nubes de vapor en el aire tempranero de la Sierra Madre Occidental, la escarpada cadena montañosa que atraviesa el costado noroeste de México. Oscar se emocionó: aquello quería decir que su papá sacrificaría uno de los cerdos de la familia, señal indiscutible de fiesta inminente. Temosachic era una ciudad de mil habitantes y dos autos, aunque al papá de Oscar le gustaba decir, en broma, que uno de ellos siempre estaba descompuesto. Los caminos eran de terracería y la gente era pobre, pero sabía cómo hacer una fiesta. Habría muchos niños, juegos y tacos de carnitas, los favoritos de Oscar.
Él vio a su padre sacar al cerdo del corral. Ramiro Vazquez tenía una cara larga y arrugada y un bigote angosto que afeitaba bajo la nariz para que formara una fina línea en su labio superior. Alguna vez fue policía, pero no le gustó. El gobierno le dio una pistola descompuesta que sólo disparaba al apuntar hacia arriba. Al final, renunció, y ahora cultivaba maíz. La familia también tenía cuatro vacas, tres cerdos, dos caballos, un potro y una mula, así que el sacrificio de un marrano indicaba que iba a ocurrir algo grande. Ramiro amarró a un poste las patas traseras del animal, ató las delanteras y tendió la cuerda a su hijo menor.
-Jala, hijo -ordenó.
Oscar tiró lo más fuerte que pudo. Ya antes había visto matar animales, pero nunca participó. Su papá sacó un cuchillo y mató rápido al animal. Oscar tuvo que forcejear para mantenerlo en su sitio mientras se sacudía y retorcía. Un chorro de sangre se regó por el suelo. Cuando el animal dejó de moverse, Oscar soltó poco a poco la cuerda. Ya no era el niño inocente de minutos antes.
Preguntó a su papá cómo prepararían el puerco. Fue entonces cuando le dijo que no lo harían en carnitas. No habría fiesta, niños ni juegos. Iban a vender la carne al carnicero para que Ramiro pudiera financiar su viaje a Estados Unidos. Iba a dejar a su familia. La caída en el precio del maíz dificultaba pagar las cuentas, sobre todo cuando los animales comían una porción muy grande de la cosecha. Su papá tenía que irse al otro lado. Oscar cayó en estado de shock.
Ramiro partió una semana después, un miércoles de 1996. Manuela, la mamá de Oscar, quedó formalmente a cargo, pero pronto fue víctima del temor. Cuando Oscar salía a la escuela en la mañana, la veía como atontada junto al fogón. Cuando volvía a casa en la tarde, ella seguía ahí, mirando las llamas. Pedro, el hermano mayor de Oscar, tenía diecisiete años, pero no ayudaba mucho en la casa; había empezado a salir en las noches con sus amigos y dormía hasta tarde. Luz, la hermana de Oscar, tenía quince y sabía cocinar, pero, en la práctica, la partida de Ramiro hizo de Oscar el hombre de la casa.
Era difícil. Él se encargaba de dar de comer a los animales, y cuando se quedaba sin forraje, iba de puerta en puerta a regatearles alfalfa a sus vecinos con los pocos pesos que tenían. Pronto se vieron obligados a vender las vacas, para irla pasando. Cuando llovía, el agua se metía por grandes goteras en el techo oxidado. Oscar y su hermana ponían cubetas.
Ramiro fue a dar a una granja de papas en Idaho, y empezó a mandar cien dólares al mes. Eso era suficiente para irla pasando, pero Oscar extrañaba a su papá. Iba en cuarto año y era un alumno sobresaliente. Ganó el primer lugar en el concurso escolar regional, y el segundo en el estatal. Recibió un trofeo, el primero que obtenía su escuela. Los maestros lo exhibieron en una asamblea, e incluso improvisaron un mueble exhibidor con dos pupitres maltrechos. Claro que Ramiro no estaba ahí para ver los éxitos de su hijo.
Semanas después de que Oscar cumpliera once años, Ramiro llamó para decir que lo habían detenido en una redada y lo iban a deportar. Oscar no sabía qué quería decir "deportar". Esperaba que no doliera, pero le agradó si significaba que con eso su papá volvería a casa. Cuando Ramiro regresó con su familia en Tomosachic, explicó que los agentes de inmigración llegaron en grupo a la empacadora de papas; Ramiro se escondió tras un montón de cajas de cartón, pero uno de sus zapatos asomó la punta. Los agentes lo vieron y lo mandaron de regreso a México.
-Es que tengo los pies demasiado grandes -bromeó con Oscar.
Oscar no entendió qué hizo mal su papá. ¿Tener pies grandes era un delito en Estados Unidos? De cualquier manera, estaba feliz de que esos "agentes" extranjeros le hubieran devuelto a su padre. Era fantástico tenerlo en casa de nuevo. Su mamá dejó de tener miedo y todo parecía magnífico. Su papá ahorró mil dólares y se puso a reparar las goteras con hojas de metal galvanizado. También le compró a Oscar una flamante bicicleta roja.
* * *
Para Oscar, la vida volvió a la normalidad, pero Ramiro no estaba contento. Podía ganar más en una hora en la planta procesadora de papas de Idaho, que en un día completo en Temosachic. La lógica económica era difícil de ignorar. Luego de sólo dos semanas en casa, anunció que regresaría a Estados Unidos. Como esta vez ya no había cerdos, vendió su mula a un vecino. Oscar le rogó que no lo hiciera, pero Ramiro necesitaba el dinero. Llevó sus dos caballos a una fábrica de salchichas cercana y obtuvo una buena suma por ellos. Oscar se sintió desconsolado y rompió a llorar al enterarse de la noticia.
Ramiro llevó aparte a su hijo y le dio otra noticia terrible: ya no habría pagos mensuales desde Estados Unidos. Su papá iba a ahorrar lo más posible para llevar al norte a toda la familia. Ya no quería que estuvieran separados, y la vida era mejor al otro lado de la frontera.
-Será un largo, largo viaje en carro -le dijo.
Sabía que Oscar se mareaba fácilmente en los camiones, y quería que comprendiera que aquél sería un desafío. Casi todos en su pequeño pueblo habían viajado a Estados Unidos. Era un tácito rito de iniciación, y el turno de Oscar había llegado.
A principios de enero de 1998, el chico abordó un autobús con su madre. Su hermana se enamoró de un vecino e insistió en quedarse; su hermano llegaría más tarde. El autobús viajó al norte por el desierto sobre la autopista 17, hasta llegar a Agua Prieta; polvorienta ciudad fronteriza al otro lado de Douglas, Arizona. Un pariente mayor los recibió ahí y les dijo que se prepararan para cruzar al día siguiente.
Oscar imaginó que iban a vérselas con un criminal canoso; no obstante, a la mañana siguiente, el primo les presentó a dos bellas mujeres, quienes les entregaron tarjetas verdes (permisos de residencia y trabajo) a Oscar y su madre; pertenecían a personas vagamente parecidas a ellos. Horas después, todos llegaron a la caseta fronteriza, y un agente les marcó el alto. Oscar mostró su tarjeta y sonrió. Aquel sujeto iba vestido de verde, y dijo una larga palabra que Oscar no entendió. Luego les hizo la señal de que pasaran.
Se detuvieron en Circle K, una tienda de conveniencia, a las afueras de Phoenix. Estaba junto al paso a desnivel de una carretera que deslumbró a Oscar. A un chico de once años acostumbrado a caminos de terracería le pareció hermoso. Le maravillaron las grandes vías de acceso, hechas de concreto, que conducían a la autopista. El puente mismo parecía una imposibilidad. Estaba oscureciendo y olía a naranja. Una casa se alzaba junto a la tienda; un aspersor regaba el verdísimo prado del jardín. Era obvio que se trataba de un país en el que todo era posible. Oscar confió en poder vivir algún día en una casa como ésa, con un hermoso prado y vista a un paso a desnivel extraordinario.
* * *
Oscar quería explorar el paso a desnivel, pero entonces llegó su papá, quien lo envolvió en un abrazo. Ramiro miró con detenimiento a su hijo, y luego le dio unas gomitas sabor naranja en forma de oso para mantenerlo ocupado mientras conversaba con las señoras frente a Circle K. Las señoras hablaban en voz muy baja. Un momento después, Ramiro les entregó un sobre con dos mil dólares en efectivo y se fueron.
El primer hogar de Oscar en Estados Unidos no se parecía a la casa bonita con jardín y vista al paso a desnivel. Era un departamento de una recámara con pintura descascarada, un patio de tierra lleno de basura y vecinos que oían música estruendosa toda la noche. Tendría unos cuarenta y cinco metros cuadrados, pero debían compartirlo con otra familia. Los Vazquez ocupaban la sala, y la otra familia la recámara.
Los padres de Oscar lo inscribieron en la Isaac Middle School; pero, al igual que otros inmigrantes antes que él, Oscar no hablaba el idioma. Le daba la impresión de que los maestros decían una palabra larga tras otra. Él guardaba silencio y decía "Hiir" cuando mencionaban su nombre.
En pocas semanas era capaz de llegar a tiempo a los salones indicados, aunque ésa fue una victoria efímera. Su hermana, Luz, se negaba a reunirse con ellos en Phoenix, y la angustia de su madre volvió a aflorar. Manuela sabía que los tíos y primos de Luz la cuidarían, pero no soportaba estar separada de ella. Cayó en otra depresión; dejó de comer y se desanimaba cada vez más. Un día, después de clases, el papá de Oscar le dijo que el experimento familiar de vivir en el extranjero había terminado; Ramiro se quedaría en Phoenix, pero Oscar y Manuela regresarían a México.
Oscar lloró durante todo el camino a la frontera, y se mareó en el trayecto. No es que quisiera quedarse en Estados Unidos; quería quedarse en algún lado. Sin embargo, el ánimo de su madre mejoraba conforme se acercaban a la frontera.
-¡Ahí está México! -dijo ella, expectante, señalando una nube que flotaba a lo lejos en el desierto.
Oscar continuó llorando y no paró hasta que cruzaron hacia Agua Prieta donde su mamá le compró unas papas fritas. Él devoró la botana, metiéndola tan rápido en su boca que ya no quedó lugar para sollozos.
Oscar se readaptó a su vida en el campo, pero no olvidaba ese paso a desnivel. Ahora que sabía que existían cosas así, Temosachic le parecía pequeño. Sabía que tendría que trabajar mucho si quería hacer algo más que cultivar la tierra. Se puso entonces a ayudar a las señoras del pueblo a cargar sus mercancías, y mataba sus pollos cuando querían caldo. A cambio, ellas le daban unos pesos. Se inscribió en la secundaria y, gracias a sus logros escolares previos, obtuvo una beca del gobierno. Ésta le concedía dinero para su uniforme, libros y útiles escolares.
Ocho meses después de que regresaron, los hermanos de Manuela invitaron a la familia a Matachic, pueblo a quince kilómetros de distancia. Era octubre y el pueblo celebraba su feria anual. Luz no quiso ir; en lugar de ello, se ofreció a limpiar la casa. Parecía extraño que prefiriera perderse la fiesta, pero era una adolescente impredecible. La familia se alzó de hombros y decidió ir sin ella.
A Oscar le encantó la feria, con una pequeña rueda de la fortuna, coches chocones y el juego de las tazas. Sus tíos eran expertos en tirar los aros, y no dejaban de ganar patas de conejo, que le regalaban a Manuela para la buena suerte. Parecían creer que la necesitaba. Después de todo, la familia acababa de despilfarrar dos mil dólares duramente ganados en su desafortunado viaje a Phoenix.
Las patas de conejo obraron una magia extraña. Cuando la familia volvió, la casa lucía impecable, pero Luz no estaba. Manuela se aterró, y le pidió a Pedro que fuera a buscarla. En vez de eso, el muchacho fue a la plaza y decidió ponerse a jugar basquetbol. En Temosachic era un secreto a voces que Luz se había escapado con su novio. Hasta Oscar lo sabía.
-Creo que sí sirvieron las patas de conejo -dijo Oscar a su madre.
-¿Por qué dices eso? -preguntó ella bruscamente. Su hija había desaparecido; no veía la buena suerte en eso.
-Luz se casó con Luis -dijo él sin rodeos-. Ella ya no es tu problema. Además, eso significa un plato extra de comida para mí.
Manuela rompió a llorar. Seguía llorando cuando Luz regresó con su esposo una semana más tarde. Luz estaba radiante. Así eran las cosas: los hijos crecían, se casaban e iniciaban su propia vida. Pedro tenía ya casi veinte años y también podía cuidarse solo. No hubo dinero suficiente para enviarlo a la preparatoria, así que se mantenía haciendo trabajos ocasionales. Oscar era ya la única preocupación de Manuela, tenía doce años y era uno de los alumnos más brillantes de la región.
Manuela dudaba de volver a Estados Unidos, pero sentía que allá había más oportunidades para su hijo menor. En México, las escuelas del gobierno cobraban colegiaturas; y aunque las cuotas eran reducidas, a veces era difícil pagarlas. En Estados Unidos la escuela era gratis, y ella suponía que allá los maestros eran más exigentes. Aquí, Oscar terminaba pronto sus tareas escolares y luego tenía poco que hacer. Sus maestros le dejaban a veces tareas especiales, pero no eran muy difíciles. Aunque Ramiro sólo había llegado a tercero de primaria y Manuela a sexto, ella pensaba que la escuela era importante. Iba a darle a Oscar la oportunidad de una vida mejor.
Pero Oscar no quería regresar. Ya lo habían intentado una vez y no había funcionado. A él le fascinaba contemplar las carreteras y los grandes edificios de Arizona, pero no hablaba el idioma, vivían en un departamento atestado, su mamá estaba deprimida y la comida sabía a cartón. Le dijo a su madre que le iría bien en México.
Ella no estuvo de acuerdo, y le ordenó empacar una bolsita de ropa.
-No importa lo inteligente que seas; en México no vas a salir adelante -le dijo.
El 12 de diciembre de 1998, usaron lo que quedaba de la beca de Oscar para comprar los boletos a Agua Prieta. Manuela supuso que cruzarían tan fácilmente como la vez pasada. Pero las bellas señoras que los habían llevado al otro lado fueron arrestadas, y estaban en la cárcel. Tendrían que contratar nuevos "coyotes".
Tres amigos de Ramiro disponían de tarjetas verdes y aceptaron hacerse cargo del cruce, mientras él los esperaba en Phoenix. Se reunieron con Manuela y Oscar en una placita, en Agua Prieta. A él, esto no le gustó: le dijo a su mamá que quería regresar a Temosachic. Quería estar con su hermana y su cuñado. No quería cruzar.
Manuela dijo que no una y otra vez. Oscar pensó en hacer un berrinche y llorar, pero tenía doce años; ya no era un niño, y no podía usar ese recurso. Aun así, estuvo a punto de ponerse a gritar.
-Si eres valiente, te compraré eso al otro lado -dijo Manuela, apuntando hacia el otro extremo de la plaza.
Un niño jugaba con un auto a control remoto, que atravesaba el parque a toda velocidad y giraba en círculos. Era la primera vez que Oscar veía algo así. No entendía cómo era que el auto funcionaba solo y el niño lo controlaba sin cables. Parecía magia, y él decidió que tal vez sí valía la pena cruzar la frontera, pese a todas las dificultades, si eso era lo que le esperaba en el otro lado.
Los amigos de Ramiro tenían auto, pero no querían arriesgarse a pasar a nadie de contrabando, así que se pusieron a dar vueltas en busca de ayuda. Tras detenerse en varios lugares un tanto imprecisos -un taller de hojalatería, una tienda de llantas-, por fin encontraron a dos sujetos dispuestos a colaborar. Ellos dijeron ser coyotes -traficantes que llevaban a la gente al otro lado atravesando el desierto a pie-, aunque más bien parecían adictos. Uno era flaco y tenía los ojos rojos; el otro era tan gordo que parecía incapaz de recorrer distancias largas. Ambos aceptaron guiar a madre e hijo a Estados Unidos, a cambio de que se les pagara por adelantado.
Los amigos de Ramiro dejaron a los cuatro en un punto a las afueras de Agua Prieta en el que la cerca fronteriza dejaba de ser una ominosa pared de seis metros de alto para convertirse en una alambrada no tan intimidante. En la intersección de ambas vallas, la alambrada había sido forzada y tenía un agujero de casi dos metros. Los amigos de Ramiro se marcharon y los coyotes explicaron las reglas: mantenerse de pie, esconderse al ver camionetas de la migra y por ningún motivo identificarlos a ellos como coyotes si los atrapaban.
El tipo gordo miraba lascivamente a Manuela. Oscar sintió una punzada de pánico. Estaban solos en el ilimitado desierto, él y su madre, con dos sujetos de dudosa reputación a los que tenían una hora de haber conocido. Oscar sabía que no podría pelear con ellos si atacaban a su madre, aunque él era bueno para lanzar piedras, y tenía excelente puntería. Mientras se acercaban a la alambrada, él buscaba piedras buenas en el suelo. Estaba tenso, listo para atacar en cualquier momento.
Saltaron por el agujero y marcharon penosamente hacia el norte. El sol se estaba poniendo, y el coyote flaco se echó a correr. Manuela llevaba zapatos con algo de tacón, lo que dificultaba su avance por terreno disparejo. El coyote gordo, jadeando por el esfuerzo, se mantenía cerca de ella. Oscar no se despegaba de su madre. Tenía miedo de que lo atraparan y lo llevaran a la cárcel, o de que, peor aún, se la llevaran y él se quedara solo, sin saber qué hacer. Ni siquiera sabía a dónde los llevaban los coyotes. ¿Y si los perdían a propósito, internándolos tanto en el desierto que nadie pudiera ayudarlos?
Ya había oscurecido y el suelo apenas se veía. La luna estaba en cuarto creciente y había nubes ralas. A Oscar le preocupaba pisar una serpiente o un escorpión. El frío empezaba también. La temperatura había bajado hasta quince grados durante el día, pero se desplomó en cuanto se ocultó el sol. Oscar nunca había estado tan asustado.
Después de lo que parecieron horas, llegaron al lecho de un arroyo. Una treintena de metros más allá, una cámara de inmigración giraba en un poste, pero ellos la esquivaron con cuidado, permaneciendo siempre en su lado ciego hasta llegar a la ribera opuesta, a un campo extenso con hierba que les llegaba hasta las rodillas y atravesado por un camino de terracería. El coyote flaco señaló a la distancia unos grandes edificios color café. Dijo que ése era su destino. Quería apresurarse, pero su amigo regordete no lograba recuperar el aliento, y le rogó que fuera más despacio.
Estaban a unos veinte metros de la avenida cuando el coyote flaco silbó para que se agacharan. Una camioneta de la Border Patrol avanzaba hacia ellos por el camino de terracería. Tenía una celda cerrada en la parte de atrás, para los migrantes capturados, pero el coyote gordo estaba demasiado agotado para hacer otra cosa que apoyarse en una rodilla. Su cabeza asomaba sobre la hierba seca como un muñeco de resorte, y se negó a tirarse al suelo, dijeran lo que dijeran. Cuando la camioneta pasó por ahí, vieron claramente que el agente los miraba, pero no se detuvo.
-Debe haber ido lleno -dijo el coyote flaco-. Aunque tal vez llamó para pedir apoyo.
Si querían llegar a su destino, tenían que atravesar corriendo el último tramo hasta los edificios grandes.
Echaron a correr, dejando atrás al coyote gordo. Después de lo que a Oscar le pareció una carrera interminable, llegaron a la parte trasera de uno de los edificios. El coyote flaco les dijo que ya había cumplido su misión. Les dio instrucciones de dar la vuelta para llegar al frente y entrar; ahí iban a recogerlos. Y luego desapareció en la oscuridad.
Manuela y Oscar rodearon cautelosamente el edificio y llegaron a unas luces brillantes que resplandecían en la banqueta. Vieron muchos carritos de compras, grises y azules, y un inmenso letrero luminoso arriba de la entrada que decía WAL*MART. Oscar no tenía idea de qué era eso.
Se aventuraron dentro de la tienda y esperaron en la sección de jardinería. Entre la relativa seguridad de rastrillos, palas y macetas con plantas, Oscar se sintió menos expuesto. El olor a humedad de la tierra de las macetas le resultó reconfortante, y se dio cuenta de que estaba exhausto.
-Hemos de haber corrido varias horas -le dijo a su mamá.
Manuela rio.
-¿De qué hablas? ¡Si hace apenas veinte minutos que salimos de México!
Oscar no lo podía creer.
-Pero...
Manuela lo hizo callar. Le preocupaba llamar la atención si alguien los oía hablar español. De todas formas, Oscar estaba demasiado sorprendido para decir más. La noche parecía interminable. Una hora después, los amigos de Ramiro llegaron a la sección de jardinería; era el lugar previsto para recogerlos. Oscar los siguió a un flamante Lincoln que olía a plástico y a piel. Cayó dormido tan pronto como se subió.
Un olor a hamburguesas lo despertó un instante. Alguien pasaba bolsas de comida por la ventana del Lincoln; estaban en el área de servicio en auto de un Jack in the Box. Había un refresco de naranja y papas fritas. Oscar no había comido nada en veinticuatro horas; tantas emociones y el viaje le causaron náuseas. Ansiaba comer una hamburguesa, pero no estaba seguro de poder retenerla. Su mamá le dijo que siguiera durmiendo; ella le guardaría su hamburguesa.
Llegaron a una casa con un jardín enorme cubierto de hierba. Oscar se asombró. No era como el tiradero donde vivieron. Este lugar se parecía a la casa que vio en su primer viaje, aquélla con la que había soñado vivir un día.
La casa era de una familia de cinco. Los Vazquez la compartían con ellos, y Oscar recuerda, como entre sueños, caras de adultos y niños mientras su madre lo llevaba a acostar a una recámara. Cuando despertó, tenía un hambre voraz, y se atrevió a salir del cuarto a buscar su hamburguesa. Lo único que encontró fueron las envolturas. Su mamá se había dormido, y los niños de la casa devoraron su porción. Oscar quedó prendado para siempre de Jack in the Box. Lo llama "el primer restaurante en el que no comí".
* * *
Oscar volvió a la Isaac Middle School un año después de su partida. Esta vez sí se puso a aprender inglés, aunque eso no le ayudó a hacer amigos. Para muchos, él era una presencia en la que no era posible confiar, porque volvería a desaparecer. Así, cuando los maestros preguntaron quién quería participar en una feria de ciencias, él alzó la mano. Si nadie iba a hablarle, buscaría la manera de entretenerse.
Como había crecido en una región de cultivo de frijol en México, decidió estudiar cómo influían la luz y la humedad en la germinación de esa semilla. Usó un pequeño espacio en casa para hacer el experimento, y anotó meticulosamente en un cuaderno todas las variables. Asombró a sus maestros. Apenas un año antes, no sabía inglés. Ahora entregaba un informe preciso en inglés, exhaustivamente documentado, sobre germinados de frijol. Su reporte obtuvo un premio de doscientos dólares en la feria de ciencias del condado.
En octavo grado se le seleccionó para hacer un viaje de estudios a la Arizona State University, junto con un pequeño grupo de estudiantes. Allá les enseñaron las instalaciones deportivas y los laboratorios de ciencias. Vieron a universitarios en bicicleta. A Oscar todo eso le pareció nuevo, grande y mágico. No dijo nada, pero empezó a soñar con asistir a la universidad. No dijo nada porque tal cosa parecía imposible. No tenía idea de lo que tenía que hacer para llegar ahí.
Para sus padres, su graduación de la secundaria fue un triunfo. Era una señal de que su hijo estaba destinado a realizar grandes cosas. Oscar fue enviado a Carl Hayden, donde apareció como alumno de nuevo ingreso sin lugar alguno en la jerarquía social. Como no quería sentirse tan perdido, se probó en el equipo de futbol americano. Parecía lo indicado, pero, por desgracia, desconocía ese deporte y se le eliminó sumariamente. Intentó entonces jugar futbol soccer, pero el entrenador lo mandaba repetidamente a la banca, por jugar rudo. Al parecer, el tipo de juego al que estaba acostumbrado en México no se estilaba en Estados Unidos. Parecía que nadie lo quería.
Durante las pruebas de futbol americano, vio que un grupo de estudiantes daba vueltas a la cancha con camisetas de camuflaje del desierto. Se movían en perfecta formación, como si fueran una sola entidad. Mientras los futbolistas corrían cinco o seis veces por las tribunas y se colapsaban en montón al llegar abajo, los estudiantes camuflados lo hacían docenas de veces y no parecían cansarse. Cuando llegaban abajo, iniciaban al instante una ronda tras otra de lagartijas. Era como si se burlaran del excesivo tamaño y relleno de los futbolistas. Oscar indagó por ahí y se enteró de que esos muchachos pertenecían al Reserve Officers' Training Corps (ROTC). Los cadetes del ROTC aprendían a disparar armas, sobrevivir en la selva y descender en rappel por precipicios. Les daban uniformes y tenían rangos. A los ojos de Oscar, de entonces trece años de edad, parecían héroes.
Se inscribió pronto en ese cuerpo y recibió su uniforme verde. Los cadetes tenían que usarlo los jueves; a los futbolistas les gustaba llamarlos "pepinillos". El mayor Glenn Goins, instructor del grupo, enseñaba a sus pupilos a aceptar estoicamente esas burlas, y les recordaba que la mejor defensa era confirmar que pudieran correr, trepar, disparar y pensar mejor que cualquiera de sus agresores.
Goins y los cadetes recibieron bien a Oscar en el grupo. La misión del programa era "inspirar a los jóvenes a ser mejores ciudadanos"; y aunque quizá la mayoría de esos cadetes no eran ciudadanos estadunidenses, Goins era una persona de amplio criterio. Para él, el poema de Emma Lazarus al pie de la Estatua de la Libertad resumía una de las cosas que hacían grande a Estados Unidos:
DADME A VUESTROS RENDIDOS, A VUESTROS POBRES
VUESTRAS MASAS HACINADAS ANHELANDO RESPIRAR EN LIBERTAD
EL DESAMPARADO DESECHO DE VUESTRAS REBOSANTES PLAYAS
ENVIADME A ÉSTOS, LOS DESAMPARADOS,
SACUDIDOS POR LAS TEMPESTADES
¡YO ELEVO MI FARO JUNTO A LA PUERTA DORADA!
Goins no estaba dispuesto a rechazar a nadie. Los chicos estaban ahí; él pensaba que lo mejor que podía hacer era enseñarles acerca de Estados Unidos. Ningún otro grupo aceptó a Oscar, así que cuando se puso su "uniforme de servicio", sintió un orgullo al que no estaba acostumbrado. Era estupendo pertenecer a algo.
En su primer año, el ROTC hizo pasar a Oscar de un chico flaco de cincuenta y dos kilos de peso a una dínamo de sesenta y tres. Al principio, apenas si podía hacer unas cuantas largatijas y sus abdominales eran risibles. En tercer año, ya podía hacer setenta y seis lagartijas en un minuto, y hacer una serie tras otra de levantamientos en barra. Se le nombró, además, comandante del Adventure Training Team, el más entusiasta grupo de cadetes. Sus integrantes competían en carreras a campo traviesa en las que debían cargar montaña arriba dieciocho kilos de agua y correr con mochilas llenas de arena. Bajo la conducción de Oscar, el equipo comenzó a vencer a escuelas mucho más grandes en programas del ROTC.
A diferencia de otras labores escolares, que a menudo parecían desligadas de la vida, el ROTC se sentía real. Cuando Goins explicó cómo aplicar un torniquete, contó la historia de un amigo suyo al que le dispararon en la pierna y pudo seguir volando su helicóptero gracias a que se autoaplicó un torniquete. Goins fue piloto de helicópteros de ataque en la guerra de Vietnam, e infundía en su curso un profundo sentido de moralidad. En una ocasión en que inmigrantes como Oscar fueron llamados "extranjeros ilegales", Goins enseñó a sus alumnos que la Declaración de Independencia consagraba los "derechos inalienables" de todos, no sólo de los ciudadanos estadunidenses.
-Fue la cosa más impresionante y maravillosa que hubiera oído en mi vida -dice Oscar.
Goins sentía que todos estaban llamados a servir de alguna manera a la comunidad. Por eso él se alistó en el ejército, y por eso seguía dando clases en Carl Hayden, luego de retirarse de la milicia. Pero sabía que muchos de sus pupilos no podrían entrar al ejército. Desde la guerra de Vietnam, los inmigrantes con tarjeta verde tenían permitido alistarse. Pero los estudiantes que cruzaron ilegalmente la frontera seguían siendo ciudadanos de su país de origen, y no podían enrolarse.
Oscar no sabía eso. Creía su deber retribuir a Estados Unidos lo mucho que le había dado. Recibía una educación gratuita y su familia podía permitirse una casa sin goteras. El país había sido bueno con él, y quería mostrar su gratitud. Aunque sólo llevaba dos años ahí, se concebía ya como estadunidense. En particular después del 11 de septiembre de 2001, se sentía obligado a defender, e incluso a morir por el país que era su nuevo hogar.
Poco después del 11 de septiembre, buscó al mayor Goins.
-Quiero alistarme, señor -le dijo, pese a que apenas tenía catorce años.
Goins detestaba esta parte de su trabajo. Calculaba que ochenta y cinco por ciento de sus pupilos había cruzado ilegalmente la frontera, o tenía una visa vencida, y aunque decía explícitamente a sus alumnos que no los reclutaba para el ejército, era inevitable que muchos quisieran alistarse.
-¿Tienes tarjeta verde, hijo? -preguntó Goins.
-No, señor -respondió Oscar, aún de ojos brillantes e inocentes.
Goins lo miró con pesar. En sus diecinueve años como comandante del ROTC, nunca había tenido un discípulo tan bueno como Oscar. Él personificaba todo lo que el ejército quería: liderazgo, inteligencia, confiabilidad, integridad, tacto, desinterés y perseverancia. Era el cadete consumado en todos los sentidos, salvo que no reunía los requisitos para alistarse.
-Oscar lo tenía todo -recuerda Goins-. Lo único malo estaba en que no era ciudadano estadunidense.
"Hubo un tiempo en que eso no importaba", añade, recordando la segunda guerra mundial y la guerra de Vietnam, cuando se permitió a canadienses sumarse al ejército estadunidense. "Pero ya no es así. Ahora tienes que ser ciudadano estadunidense, o residente permanente en el país."
Oscar sintió como si le sacaran el aire. No supo qué decir. Miró un momento a Goins, pero luego reaccionó. Eso era sólo un obstáculo, nada más, y la misión de un cadete era vencer todos los obstáculos. Entre mayor era el impedimento, más oportunidad tenía el soldado de demostrar su temple.
-Gracias, señor -dijo Oscar, ya recuperado del golpe del desaliento.
Mientras se alejaba, decidió que sólo había una solución: ser el mejor cadete que hubiera existido en el programa. "Tal vez algo cambie si muestro mi valor", pensó.
Cuando estaba en tercer año, su batallón fue a Fort Huachucha, base militar de cuarenta y cuatro hectáreas cerca de la frontera con México. Soldados en activo hicieron correr a los adolescentes por la pista de obstáculos del campamento y les dieron enigmas por resolver. Oscar lo entregó todo, y esperaba que sus compañeros de equipo siguieran su ejemplo. En la pista de obstáculos, los arrastraba por las paredes y tomaba su carga si no podían con ella. Parecía estar en todos lados al mismo tiempo, exhortando a sus compañeros, subiendo cuerdas a toda velocidad y librando apresuradamente el alambre de púas colgado a baja altura.
Causó buena impresión. Goins lo ascendió a mayor de cadetes, convirtiéndolo así en el segundo al mando del batallón. Ahora era responsable de planear eventos, coordinar a los estudiantes y enseñar lo básico a los jóvenes cadetes. También comandaba el Adventure Training Team, que bajo su liderazgo se volvió una unidad de elite dentro del batallón. No bastaba con vencer los retos físicos del equipo; Oscar hacía con su brigada ejercicios de instrucción después de clases y los fines de semana. Mucho después de que el equipo de futbol se había ido a casa, ellos corrían por West Phoenix. Sábados y domingos, el equipo exploraba las montañas alrededor de Phoenix, escalando peñascos y vadeando ríos. Al llegar a una cumbre, Oscar dirigía una ronda de lagartijas.
Goins impartía un curso de civismo, y exigía a sus alumnos estudiar el preámbulo de la Constitución. Mientras que otros se limitaban a leerlo, Oscar lo aprendió de memoria y lo recitaba a quien se lo pidiera. Para él, no había ninguna ironía cuando decía: "Nosotros, el pueblo de Estados Unidos". Esto era una realidad. Él estaba por llegar a la mayoría de edad en Arizona, y su formación escolar lo preparaba para ser un miembro productivo de la sociedad estadunidense.
Al final de su tercer año, Goins otorgó a Oscar el trofeo de Oficial del Año del Junior Reserve Officer Training Corps. Oscar se puso su uniforme verde para la ceremonia. Portaba una fila tras otra de galones, en representación de todas las medallas que había ganado. El silbato de segundo oficial al mando y el cordón negro del Adventure Training colgaban de su hombro izquierdo. Una placa sobre su bolsillo derecho decía VAZQUEZ. El trofeo representaba la figura de un cadete dorado en posición de firmes, y Oscar lo recibió radiante, como se aprecia en una foto con el mayor Goins. Fue uno de sus momentos de mayor orgullo.
Pero no fue suficiente. Otros dos cadetes sí tenían tarjeta verde y se alistaron al final de su tercer año. Oscar los vio partir ese verano a la instrucción básica, mientras él se quedaba en casa, en Phoenix, trabajando con su padre en una fábrica de colchones. Ése fue un recordatorio elocuente de que nada cambiaría el hecho de que una noche su madre lo llevó al otro lado de la frontera sin tener visa.
Al comenzar su último año de preparatoria, Oscar se percató de que debía encontrar algo que hacer. No había trabajado tanto para terminar en una fábrica de colchones como su papá. Ramiro y Manuela llevaron a la familia a Arizona para darle a él la oportunidad de lograr más que ellos. El problema era que ahora Oscar no sabía qué hacer. Así, cuando entró al salón de ciencias marinas de Fredi Lajvardi, en octubre de 2003, estaba listo para nuevas ideas.
* * *
Fredi Lajvardi sabía cómo se sentía Oscar. Como muchos de sus alumnos en Carl Hayden, también él llegó a Estados Unidos siendo niño. Nació en Teherán, Irán, en 1965. Fue hijo de un exitoso oftalmólogo y una pediatra insigne que querían mejores oportunidades profesionales para ellos y sus hijos. Sus padres -Reza y Tooran- tuvieron que volver a hacer su internado médico en Estados Unidos para poder ejercer su profesión, así que se mudaron a Cleveland, Ohio, en 1966, cuando Fredi tenía apenas un año. Su hermano, Alladin, nació en Cleveland, lo que le concedió automáticamente la ciudadanía estadunidense, algo que Fredi no recibiría hasta 1984, cuando tenía ya diecinueve años.
Reza y Tooran consiguieron empleo en el St. Joseph's Hospital de Phoenix en 1969. La familia se mudó a un departamento cerca del hospital, en el norte, y Fredi inició sus estudios en la Candy Cane Elementary. Aunque sus papás hablaban farsi entre sí, se comunicaban en inglés con sus hijos. El énfasis estaba en la asimilación.
Cuando Fredi cumplió ocho años, sus padres anunciaron que volverían a Teherán. De repente, Fredi se vio en una escuela internacional en Irán. La mitad del día hablaba inglés, pero la otra mitad farsi. No dominaba el idioma, ni lo entendía en gran parte. Las matemáticas le eran particularmente difíciles, porque los iraníes usan una notación distinta para expresar números. Sus compañeros se reían de él porque, a sus ocho años, no podía resolver 1 + 1. Y no porque no supiera matemáticas, sino porque no podía hacerlas en el idioma de ellos. El primer mes, llegaba llorando a casa todos los días.
Fredi sentía que debía conocer Irán, pero no quería. Le fascinaban los bazares, los cuales le parecían muy exóticos, con los aromas punzantes y extraños de las tiendas de alfombras y pieles. La casa dúplex de la familia en Teherán -con mármol en las paredes y en la fachada- parecía igualmente extraña. Él nunca se adaptó por completo, y luego de pasar sólo un año en Irán, la familia decidió regresar a Phoenix.
Para Fredi, Phoenix era su hogar. Cuando tenía diez años, los Lajvardi se mudaron a una casa modernista, de cuatrocientos treinta metros cuadrados, diseñada por Paul Yeager, acólito de Frank Lloyd Wright. Autobuses con aficionados a la arquitectura pasaban ante la casa, mientras Fredi y su hermano saludaban desde el balcón. Él sentía que su familia pertenecía a Arizona y era respetada. Después de todo, sus papás eran doctores, y la expectativa era que él también se dedicara a la medicina. Su futuro parecía decidido.
Pero entonces estalló la revolución en Irán. Tras la invasión de la embajada de Estados Unidos, sesenta y seis estadunidenses fueron tomados como rehenes. Fredi acababa de comenzar la secundaria en Camelback High. Chicos que nunca se habían fijado en él ahora lo identificaban como iraní, y empezaron a fastidiarlo. En algunos restaurantes en Phoenix había letreros que decían PROHIBIDA LA ENTRADA A IRANÍES. En toda la nación, los iraníes eran detectados y agredidos.
Al prolongarse la crisis de los rehenes, el antagonismo aumentó. Un día, después de un entrenamiento de campo traviesa durante su segundo año, Fredi marchó a casa en su bici. Al salir del estacionamiento de la escuela, un camión lleno de adolescentes rugió y empezó a gritar: "¡Maldito iraní!". El chofer viró contra Fredi, obligándolo a subirse a la banqueta. Él salió volando y aterrizó en el pavimento, mientras los adolescentes bajaban en tropel y lo rodeaban. Lo patearon hasta que otros miembros del equipo de campo traviesa echaron a correr en su dirección. Los atacantes huyeron, dejando a Fredi encogido en el suelo.
Cuando llegó a casa, les dijo a sus papás que se había caído de la bicicleta. Tenía miedo de que lo sacaran del equipo de campo traviesa si sabían la verdad. Parte de su mecanismo de defensa era concentrarse en correr, y no quería perder eso. Convirtió su frustración en velocidad, y cada año participaba en el campeonato de 5 kilómetros.
Su otra válvula de escape era armar cosas. En octavo grado hizo un aerodeslizador con hojas de cuaderno y madera balsa. Propulsado por un motor eléctrico, el artefacto podía atravesar una mesa. Hizo una demostración en una feria regional de ciencias, y llamó la atención de Ann Justus, maestra de ciencias en Camelback, quien había crecido en Texas.
-Buen trabajo -le dijo con acento texano-. Te voy a inscribir en mi seminario.
Fue como si se le hubiera permitido entrar a un club secreto. Era tan secreto que él no supo a qué se refería la profesora. Pero cuando llegó a la preparatoria, vio que estaba inscrito en un curso llamado Seminario de ciencias, impartido por Justus. Al buscar el salón, descubrió que el informal curso de Justus se dedicaba a construir cosas.
Animado por ella, Fredi se obsesionó con su aerodeslizador. Cada año mejoraba el diseño inicial, haciendo vehículos más grandes y ambiciosos. A diferencia de otros alumnos, que presentaban proyectos nuevos en la feria anual de ciencias, Fredi seguía presentando su aerodeslizador, y cada año ganaba el primer lugar en la Central Arizona Regional Science and Engineering Fair. Lo que empezó como un objeto del tamaño de un tostador se convirtió para 1983, su último año de preparatoria, en un aparato de doscientos setenta kilogramos de peso, asiento y motor de gasolina. Operaba con un motor de motonieve reacondicionado, de sesenta caballos de fuerza, y podía alcanzar velocidades de cuarenta kilómetros por hora.
El noticiario local se enteró del niño prodigio de Camelback, y mandó a cubrir el caso a Jerry Foster, un reportero pionero de las noticias en helicóptero. Foster hizo aterrizar su Bell 206 JetRanger en el campo de futbol de Camelback, lo que convirtió a Fredi al instante en una celebridad en el campus. Aunque su aerodeslizador parecía una deprimente balsa salvavidas de color naranja con un enorme ventilador blanco montado al frente, funcionaba. Fredi pintó DOS EQUIS a un lado, y conducía desde atrás portando unos inmensos anteojos de laboratorio de plástico transparente.
-De haber querido, probablemente ese día habría podido tener tres novias -dice. Pero lo cierto es que parecía un superfriki y no tenía novia.
Sus papás no tenían muy buena opinión de su "juguete". Para ellos, era sólo una distracción de sus tareas escolares. Ensamblar vehículos inútiles no lo haría progresar en la vida, alegaban. Obtener un título como médico, sí.
Cuando inició sus estudios superiores en la Arizona State University (ASU), se inscribió en el curso propedéutico de medicina, pero se descubrió regresando sin cesar al seminario de ciencias de Justus en Camelback High. Después de clases, pasaba a visitar a su antigua maestra, y a ayudar a los jóvenes alumnos a desarrollar sus proyectos. Esto era mucho más interesante que las áridas clases a las que asistía, y más que la memorización aparentemente absurda que se le exigía.
En Camelback, Justus lo veía trabajar con los estudiantes, y se llevó una fuerte impresión. Cuando se trataba de ayudarlos a armar cosas, él rebosaba entusiasmo y poseía una habilidad natural para emocionarlos también. Si un chico quería saber si el tamaño de una pecera afectaba el crecimiento de los peces, Fredi estaba dispuesto a rastrear con él un sinfín de peceras. ¿Le interesaban los hologramas? Fredi tenía sugerencias sobre ondas de rayo láser. ¿Una parrilla que funcionara con energía solar? Fredi la consideraba una gran idea.
Aún cursaba su primer año en la ASU cuando, en una de sus visitas a su salón, Justus lo llevó aparte.
-¿Sabes qué? Estás perdiendo el tiempo en esa cosa propedéutica -le dijo-. Estás destinado a ser maestro.
Fredi se rio. Aquélla parecía una sugerencia ridícula. Él iba a dedicarse a la medicina deportiva. Combinaría así su interés en correr con lo que sus padres esperaban de él. Sería grandioso.
Pero en segundo año, sencillamente ya no podía concentrarse en sus clases de ciencias en la universidad. Las sentía totalmente desligadas de la realidad. Decidió que quizá la arquitectura sería más práctica, así que abandonó el curso propedéutico de medicina. Para entrar a arquitectura tenía que tomar varios cursos y presentar después una solicitud. Durante los dos años siguientes, Fredi se abrió paso por sus trabajos escolares y presentó su solicitud. No era un estudiante de excelencia, pero supuso que su entusiasmo inclinaría la balanza. Después de todo, la arquitectura parecía el ajuste perfecto para él, una mezcla de ciencia y construcción.
Pero el rechazo de su solicitud lo tomó por sorpresa. La escuela de arquitectura no se interesaba en él. Tal rechazo fue doblemente penoso, porque Ali, su hermano menor, era un as académico que acababa de graduarse en Camelback, donde pronunció el discurso de despedida. Se le destinó entonces al curso propedéutico de medicina de la University of California, en San Diego, y posteriormente obtendría su título de medicina en Johns Hopkins, especializándose en radiología vascular y de intervención. Él sí parecía estar cumpliendo las expectativas de la familia.
Fredi, por su parte, pasaba su tiempo libre en el taller de Justus, con adolescentes que hacían artefactos extraños, y a menudo inútiles. Su madre lo alentó a dedicar más tiempo a sus estudios; eso lo ayudaría a mejorar y le daría a su vida un curso respetable. Fredi sabía que debía hacer algo, pero no sabía qué.
Justus le seguía recordando que la respuesta era obvia y simple: debía ser maestro. Pero él tenía múltiples razones para explicar por qué eso no tenía sentido.
-La gente no respeta a los maestros -alegó.
-¿A quién le importa lo que piensen los demás? -respondió ella-. Eres feliz aquí, ¿no?
Fredi no estaba dispuesto a ceder.
-No se ofenda, pero he visto los autos que tienen los maestros. Son peores que los de los alumnos.
-¿A quién le importa qué auto tengas?
-Los profesores no ganan mucho -añadió él, casi rogándole a Justus que admitiera que la docencia no era una buena elección profesional.
-El dinero no lo es todo.
Fredi se quedó sin argumentos.
Ella se le quedó viendo hasta que él se avergonzó.
-Estás marcando una diferencia en la vida de la gente.
-No quiero ser maestro -dijo él.
-Deja de hacerte tonto -ordenó Justus-. Ya lo eres.
Fredi regresó a la ASU a tomar cursos de pedagogía. Descubrió que la mayor parte de sus labores académicas eran válidas para un título en educación secundaria con concentración en ciencias. En comparación con otros cursos que había tomado, los de pedagogía le parecían fáciles y naturales. Se le envió a dar clases a Camelback, y cuando se presentó ahí a su primera reunión de maestros, Justus hizo un anuncio:
-¡Por fin me escuchó!
Todos aplaudieron.
En casa, la reacción fue menos comprensiva. El primer empleo docente de tiempo completo de Fredi tuvo lugar en Carl Hayden, donde él reprodujo el seminario de ciencias de Justus. Su energía llamó la atención de los Phoenix Jaycees, organización filantrópica de hombres de negocios que lo eligió el Maestro Más Innovador de esa ciudad en 1988. Cuando llevó el trofeo a casa para enseñárselo a su madre, ella no mostró mucho interés.
-¿Cuándo vas a obtener un título de verdad? -le preguntó.
Fredi no lo podía creer. De chico, su madre siempre le dijo que debía ser el mejor en todo lo que hiciera. Ahora que había demostrado que era un gran maestro, resultaba que eso no era suficiente.
-Decepcionas a tu padre al ser maestro -dijo ella.
Fredi sintió como si le pegaran en el estómago. Dio la vuelta y se fue.
En 1996 se casó con Pam Nuñez, la psicóloga de Carl Hayden. Lejos de renunciar a la enseñanza, él echaba raíces. Para entonces ya era también el entrenador del equipo de campo traviesa, y había implantado un programa de carreras de coches eléctricos. Sus alumnos hacían vehículos que podían salir volando a ciento cincuenta kilómetros por hora. Aun así, la tensión con sus padres persistía.
En 1997, Pam y Fredi tuvieron su primer hijo, un niño, al que le pusieron Bijan. Alex, otro varón, nació en 1999. Compraron una bella casa en Gilbert, en East Phoenix, y Pam tomó un permiso para criar a sus hijos. A fines de 2001, justo cuando pensaba volver a trabajar, resultó claro que Alex no estaba bien. Había comenzado a decir frases completas a los dos años, pero de repente, luego de un periodo de tres meses, dejó de hablar.
-Fue como si se le hubiera apagado un interruptor -dice Fredi.
Se le diagnosticó autismo pronunciado. Alex se movía siguiendo patrones repetitivos, tenía estallidos de frustración inmotivados y no podía participar en interacciones sociales normales. Era como si viviera en un universo paralelo. Al mismo tiempo, a Bijan, el hijo mayor, se le dificultaba interacturar con la gente. Cualquier ruido fuerte le molestaba; si un grupo de niños echaba a reír, él se encogía, explicando después que el ruido "le dolía". En 2002 se le diagnosticó síndrome de Asperger, forma menos severa de autismo, que complica la socialización pero que proporciona discernimientos únicos del mundo.
Poco después de este diagnóstico, los padres de Fredi dejaron el estado. La relación fue tirante durante años, pero entonces empeoró. Fredi se encontraba en medio de las experiencias más desafiantes de su vida, y tendría que enfrentarlas sin el apoyo de sus padres. Ellos se establecieron en Las Vegas, donde Ali practicaba la medicina. Llamaban de vez en cuando, y al final dejaron de hacerlo por completo. Fredi sintió que nunca cumplió las expectativas de sus padres.
Esto le dolió, pero tenía que enfocarse en otras cosas. Tenía dos hijos pequeños; ambos necesitados de atención extrema. En 2002, cuando Cristian y Lorenzo estaban en el primer año de preparatoria, Fredi redujo sus actividades extracurriculares. Se disculpó con sus discípulos de campo traviesa y canceló su programa de coches eléctricos después de clases. Ya no iba a tener tiempo para eso.
Fue entonces cuando Cristian Arcega llegó a su salón, con el deseo de hacer robots. Poco después llegaron Oscar Vazquez y Lorenzo Santillan, desesperados por encontrar nuevas formas de definirse.
* * *
En 1989, el inventor Dean Kamen llegó a trabajar temprano una lluviosa mañana de sábado en Manchester, New Hampshire. Tenía treinta y ocho años de edad, cargaba un portafolios y vestía jeans y una chamarra de mezclilla con botones; mezclilla sobre mezclilla era su uniforme cotidiano. Le complació ver que el estacionamiento estaba lleno. Supuso que eso quería decir que su equipo de ingenieros también trabajaba con ahínco los fines de semana. Pero cuando llegó a sus oficinas, no vio ingenieros; vio niños por todas partes.
En su veintena, Kamen había inventado una jeringa autorregulada más segura y confiable que la operada por humanos. Cuando cumplió treinta, vendió su empresa a una gran compañía del ramo de la salud, esto le redituó una fortuna considerable. Con parte de ese dinero compró una vieja fábrica textil a orillas del río Merrimack, en Manchester, y convirtió los dos pisos superiores en un laboratorio de investigación y desarrollo. Gastó además trescientos mil dólares para hacer en la planta baja un museo de ciencias. La entrada al museo era libre, y él mismo se hacía cargo de muchas de las exposiciones. Ésta era su manera de retribuir a la comunidad lo que le había dado, y le sorprendió sobremanera que ese espacio atrajese a tantos chicos, sobre todo en fin de semana. Parecía que su nuevo museo era un éxito.
En vez de subir de inmediato a su oficina, vagó por el museo. Niños rebotaban en su máquina antigravedad, formaban burbujas gigantescas en el área respectiva y hacían que se les parara el pelo en la máquina electrostática. Pasó por el calefactor de Bernoulli y vio a niños maravillarse de que la pelota flotara en su sitio sobre el ventilador. Había una sensación de emoción y caos. Era evidente que los chicos se divertían.
-Me sentí muy bien -recuerda Kamen-. No me di cuenta de que estaba por tener una experiencia trascendental que arruinaría mis noches y fines de semana los veintitrés años siguientes.
Detuvo a un chico que llevaba un jersey de los Boston Celtics y le preguntó si le gustaría ver otros experimentos científicos. Fue como si Willy Wonka le preguntara qué clase de dulce quería hacer a continuación, pero el chico se alzó de hombros y contestó:
-No sé.
-Bueno, ¿qué te gusta de la tecnología? -insistió Kamen.
-No sé.
Probó otro ángulo.
-¿Conoces a científicos o inventores famosos? -preguntó, pensando que podía montar una exposición sobre una personalidad de esa especie.
El niño sacudió la cabeza.
Kamen quiso olvidar el incidente y enfiló hacia su despacho, pero antes decidió volver a probar con otro niño. Obtuvo la misma respuesta: el nuevo chico no conocía tampoco a ningún inventor. Kamen preguntó a una docena de niños más si podían mencionar el nombre de un ingeniero, científico o inventor vivo, y ninguno de ellos lo logró. Frustrado, decidió interrogar a sus papás, pero tampoco ellos pasaron la prueba.
"Esto no es lucha en lodo", pensó Kamen. "Es un centro de ciencia, así que éste es ya un grupo selecto de la crème de la crème."
Por fin un papá tuvo un golpe de inspiración:
-¡Einstein! Aunque creo que ya murió...
Kamen salió frustrado y molesto. "¿A quién creo estar engañando?", pensó. Subsidiaba uno por uno a niños ricos, llegando a una población que tal vez no necesitaba esa ayuda extra. Y la idea no fructificaba. "En el gran esquema de cosas, quizás esto no tenga ningún impacto mensurable en el mundo", concluyó.
Cuando llegó a su oficina en el segundo piso, decidió que esos chicos no necesitaban más acceso al conocimiento. Ya disponían de innumerables libros, y la era de la información estaba a punto de explotar: ya existía una oferta abrumadora de conocimientos. Se dio cuenta de que a jóvenes como ésos sencillamente no les interesaban la ciencia y la tecnología, al menos no en comparación con otras cosas. Sus héroes eran, sobre todo, estrellas del deporte, y la idea de que persiguieran carreras deportivas que nunca prosperaban lo hacía rabiar. "Creen que si se esfuerzan haciendo botar una pelota durante los próximos diez años, serán el nuevo basquetbolista estrella", refunfuñó.
Tuvo un rayo de inspiración: "Debo crear algo que no compita con los demás centros de ciencia, sino con la Serie Mundial y el Super Bowl. Tengo que encontrar una manera de que la ciencia y la tecnología sean atractivas".
Decidió instituir un concurso de robots. Quería que fuera una experiencia limitada, como una temporada deportiva, con una serie de eventos que condujeran a un partido final. Tenía que haber superestrellas, así que reclutó a mentores de Apple, IBM y, después, Google. La meta era enseñar a los muchachos cómo eran los ingenieros en realidad: hombres y mujeres jóvenes de muy diversos orígenes que ganaban mucho dinero, manejaban autos formidables y eran tan interesantes como quienes hacían botar pelotas para ganarse la vida.
El concurso inicial se celebró en febrero de 1992 en la Memorial High School de Manchester. Los veintiocho equipos participantes se componían de preparatorianos de casi únicamente el noreste del país. Kamen formó parejas entre equipos e ingenieros de compañías de las grandes ligas como AT&T, Boeing, Alcoa, General Electric, IBM y Xerox. No buscaba apoyo financiero: pidió a esos profesionales donar durante seis semanas sus noches y fines de semana hasta culminar el evento. Su labor consistiría en asesorar a adolescentes para enseñarles qué significaba pensar como ingeniero.
El evento de clausura fue sumamente divertido. Kamen tendió una cancha de 3.5 por 3.5 metros, donde esparció pelotas de tenis. Tres equipos enfrentaban a otros tres, y la alianza que recolectara más pelotas pasaba a la siguiente ronda. Denominó a la competencia FIRST, acrónimo de For Inspiration and Recognition of Science and Technology. El énfasis estaba en la cooperación y el ingenio; esto demostró ser una mezcla explosiva. La competencia FIRST crecía cada año, hasta extenderse a todo el país. En 2001, las trece competencias regionales congregaron a veinticinco mil adolescentes de quinientos veinte equipos.
Fredi vio un volante de FIRST en 1999 y pensó que parecía una buena manera de involucrar a los adolescentes en algo práctico. Pero cuando, en 2000, decidió iniciar un pequeño equipo en Carl Hayden para participar en ese certamen, comprendió que no podría hacerlo solo. Los robots debían programarse y él nunca había estudiado computación. Le gustaba diseñar cosas y luego armarlas con sierras y tornillos. El matiz de la codificación no le interesaba. Además, en 2001, su vida familiar lo obligaba a restringir sus actividades extracurriculares. Necesitaría un poco de ayuda.
* * *
Allan Cameron fue un niño travieso. En los años cincuenta, cuando sus padres no lo dejaban ir a dormir a casa de sus amigos del vecindario, instaló cables entre sus respectivas casas, en San Francisco, y les conectó teléfonos para que pudieran hablar a medianoche por su propia red privada. Ya adulto y residente en Chandler, puso en su patio una antena de radio de nueve metros de altura para poder conversar con radioaficionados del mundo entero. (Le gustaba llamar a su antena el "centro de comunicaciones del hemisferio occidental"; su esposa, Debbie, la llama "un poste inmenso frente a la ventana de mi cuarto".) Para sus colegas en Carl Hayden, donde era maestro de ciencias de computación, Allan parecía a veces un niño grande.
Como nunca perdió contacto con su juventud, Allan sabía cómo se sentían sus alumnos. De chico odiaba las tareas, le parecían una pérdida de tiempo y nunca las hacía. Así que, como maestro, era raro que dejara tarea. Era más importante tener experiencias reales del mundo. En los años noventa, cuando internet estaba en pañales, llevó a la escuela su equipo de radioaficionado y enseñó a sus alumnos a comunicarse con personas en Rusia y Japón y con astronautas en órbita.
A sus cincuenta y cinco años de edad, la barba poblada de Allan ya era gris, pero su cabello seguía siendo castaño, y normalmente alborotado. Él tenía la apariencia desaliñada de un hippie, misma que cultivó tras servir en la Marina durante la guerra de Vietnam. En ese entonces, decidió que no quería seguir formando parte de lo que consideraba el complejo militar-industrial, y entró a trabajar como asistente de un profesor de filosofía en el Mesa Community College de Arizona. Cuando el profesor le sugirió ser maestro, Allan dudó de que alguna vez lo contrataran. Con su barba y su cabello largo, parecía un yeti. También le preocupaba que su expediente legal pudiera descalificarlo. A principios de los setenta, mientras acampaba con amigos en el Salt River, al este de Phoenix, aparecieron de pronto dos guardabosques. Registraron su camioneta, encontraron mariguana y lo acusaron de posesión de una sustancia ilícita. Allan creía que ese arresto podía salir a la luz en una revisión de su pasado.
-Si un expediente perfecto fuera un prerrequisito, sólo habría dos maestros en todo el estado de Arizona -le dijo su profesor.
Él decidió hacer la prueba. Se graduó en educación elemental y felizmente consiguió trabajo en Vista del Camino, en South Scottsdale. No era un empleo fenomenal. Pese a ubicarse en el East Side de Phoenix, South Scottsdale era un reducto de pobreza en medio de una zona rica. La escuela tenía una población enorme de chicos, entre indios yaquis e hispanos. Allan ansiaba comenzar, pero un directivo le advirtió que no sería fácil.
-Éste no es el Scottsdale que imaginas -le dijo. Le hizo sentir que era carne arrojada a los lobos.
Los estudiantes de quinto grado a los que debía instruir ahuyentaron a su profesor anterior. Eran rebeldes e irrespetuosos. A principios de año, el grupo tenía treinta alumnos, de los que sólo quedaban los doce peores. Todos los padres interesados en sus hijos los cambiaron de grupo. Los alumnos que quedaban no tenían ninguna expectativa de aprender. Parecía que todos, profesores y padres, se habían dado por vencidos con ellos.
Allan empezó con amenazas. No sabía mucho aún sobre la docencia, así que improvisaba. Un chico aventaba una silla; Allan le gritaba y lo mandaba a la dirección. Al día siguiente, el chico ponía aún menos atención y seguía sin controlarse. Allan le gritaba más e intentaba llamar a sus padres, pero éstos parecían indiferentes. El grupo era cada vez más belicoso. Evidentemente, la intimidación no dio fruto; de hecho, parecía tener el efecto contrario.
Un día, Allan llevó aparte a uno de los chicos más rebeldes y probó una táctica distinta. Explicó la importancia de la educación, y cómo ésta lo ayudaría a lo largo de la vida. Él no se dejó impresionar.
-Somos los peores en la escuela -dijo, con una pizca de orgullo-. No nos importa.
Ese momento fue decisivo para Allan y para quienes serían sus alumnos en los años siguientes. Se percató de que lo que esos muchachos hacían era mantener su mala reputación. Esto bien podía merecerles una etiqueta peyorativa, pero era lo único que tenían. "Al menos son los mejores en algo" pensó.
Al día siguiente, llegó a clases con un desafío:
-Todos creen que ustedes son una bola de idiotas. Cambiemos eso. Vuélvanse los mejores de la escuela.
Con eso consiguió llamar su atención, pero no mucho más. Allan les explicó que había estado en la Marina durante la guerra de Vietnam, y ofreció enseñarles lo que sabía acerca de la guerra. No les iba a enseñar a pelear, pero sabía que eso les atraería.
-¿Qué vamos a hacer? -preguntó con desconfianza uno de sus alumnos.
-Marchar.
Allan logró que se formaran y designó como "sargentos" a un par de chicos, encargados de mantener en línea a los demás. Tras enseñarles los pasos básicos, se hizo a un lado, para que ellos tuvieran espacio para practicar.
El grupo aceptó el reto y comenzó a practicar en perfecta marcha cerrada en la escuela durante el almuerzo y el recreo. Su disciplina les creó una nueva reputación en el plantel: querían demostrar que podían ser más disciplinados que ningún otro. Seguían siendo duros, pero ahora de un modo más concentrado y motivado. Allan lo resumió en una observación sencilla:
-Todos tienen que ser héroes de una forma u otra.
En 1982, Allan inició un doctorado en educación elemental, aunque tomó casi la mitad del curso en el departamento de ciencias de la computación. Llevaba cuatro años en este programa cuando se enteró de Carl Hayden. Era 1986, y esa preparatoria acababa de ser designada imán de ciencias de la computación, en un intento por atraer a estudiantes blancos. Le urgían maestros de computación dispuestos a trabajar "al otro lado del valle". Allan coqueteaba entonces con la idea de dar clases a nivel universitario, pero fue a West Phoenix a echar un vistazo.
Era raro que pasara por West Phoenix. A veces, cuando conducía por la autopista 10 y necesitaba gasolina, se salía en la calle Treinta y cinco o en la Cuarenta y tres; pero, más allá de eso, casi no visitaba el vecindario. Al principio se resistió a la idea de trabajar en el gueto. Su doctorado le abría nuevas posibilidades: podía encontrar un trabajo lucrativo como consultor pedagógico, conseguir una plaza prestigiosa o publicar libros. Enseñar ciencias de la computación a alumnos pobres de West Phoenix no lo haría rico -al contrario- ni le atraería muchas ovaciones.
Pero luego de impartir un par de clases en Carl Hayden como suplente, no podía dejar de pensar en esa escuela. Le preocupaba que la academia universitaria padeciera una burocracia absurda y una supervisión fastidiosa. Iba a sentirse presionado para publicar incesantemente y mantener su titularidad. En cambio, en Carl Hayden enseñaría programación, tema del que nadie sabía nada, así que, no sin cierta ingenuidad, supuso que no sería fácil que lo manipularan. También creyó que estaría en libertad de crear su propio programa. Y, sobre todo, estaba seguro de que los chicos de West Phoenix lo necesitaban más que los estudiantes universitarios.
En 1987 aceptó un puesto docente de tiempo completo en Carl Hayden, y cuando terminó su doctorado, en 1990, ya no tenía intención de marcharse. La pasaba muy bien ahí. En los noventa instituyó clubes de programación y radioaficionados, y en 2000 se enroló para iniciar un equipo de robótica con Fredi. No lamentaba la decisión de no dar clases en la universidad. Él no hablaba español ni sabía mucho de México o América Central, pero la mayoría de los alumnos a los que conoció en Carl Hayden estaban ansiosos por aprender y dispuestos a esforzarse. Un par de años más tarde, dejarlos era inconcebible para él.
* * *
El equipo de robótica de Carl Hayden comenzó poco a poco. En 2001 y 2002 se inscribieron unos cuantos alumnos. En 2003, el equipo participó en las competencias regionales de Arizona, ocupando el lugar treinta y uno, de treinta y siete. Esta pobre actuación no fue una sorpresa. El grupo era nuevo y no sabía bien lo que hacía. Además, Fredi tenía que ausentarse con frecuencia, para estar en casa con Pam y los niños. No muchos estudiantes sabían del equipo, y Fredi no tenía tiempo para promoverlo.
Pero a sus miembros les emocionaba pertenecer a él. Michael Hanck, alumno de primero obsesionado con los videojuegos, tomó uno de los cursos de ciencias marinas de Fredi y se integró al equipo ese mismo año. Hanck había estado en la secundaria con Cristian y sabía que a este pequeño mexicano le gustaban las máquinas, por ello le sugirió hablar con Fredi.
Durante una hora libre, Cristian subió trotando las escaleras del edificio 200 y entró al salón de Fredi. Robots a medio armar estaban regados por el suelo: un chasís aquí, un tablero de circuitos allá. Era mayo -las clases estaban por concluir- y el equipo había competido en el concurso FIRST de ese año. Fredi tenía un video del evento, y se lo puso a Cristian. Era impactante, pero todo había terminado. El robot ya estaba desarmado. No parecía haber nada que hacer; Cristian tendría que esperar un año más. Además, Fredi parecía cansado y se disponía a partir.
De hecho, estaba exhausto. Criar a un hijo autista puso su vida de cabeza, emocional y económicamente. Pam no había regresado a trabajar, así que tenían que arreglárselas con un solo ingreso. Era difícil reunir la energía necesaria para tratar con estudiantes todo el día, y más aún para hacer un viaje de casi una hora a casa. Pero Fredi no quiso decepcionar al chico serio y callado que estaba frente a él.
-Ahora vamos a hacer un trebuchet -señaló-. Podrías ayudarnos.
-¿Qué es un trebu... qué?
-Una catapulta medieval que opera por gravedad -respondió Fredi, como si fuera la cosa más obvia del mundo-. Lanzaremos calabazas con ella en Halloween.
-Suena increíble.
Era la primera vez que Cristian se tropezaba en la escuela con algo que parecía emocionante. Pero se mostró cauteloso. Estaba acostumbrado a que lo defraudaran, así que trató de no emocionarse demasiado.
Le fue difícil contenerse. Empezó a pasar su tiempo libre en el laboratorio de ciencias marinas. Fredi le enseñó un video en el que exalumnos convertían un Pontiac Fiero en un auto eléctrico. Retaron a la policía local a una carrera en una pista de pruebas y ganaron. También hicieron un vehículo eléctrico parecido a un auto de carreras de Fórmula 1. "¡Esto es fantástico!", pensó Cristian.
A Fredi le impresionó que Cristian fuera tan listo. Tenía el segundo promedio general más alto de su grado, y cuando Fredi tuvo que instalar un conjunto de computadoras nuevas, Cristian se ofreció a montar una LAN -unanetwork local- para que operaran juntas. El saber libresco era bueno, pero Fredi apreció la habilidad de Cristian para hacer cosas a la carrera.
Cristian vio que también otro joven rondaba el laboratorio. Lorenzo tenía que tomar introducción a las ciencias marinas, y se presentaba en el aula cuatro veces a la semana. Para Cristian, era sólo un fanfarrón más, de los que decían chistes en clase y causaban distracciones inútiles. Él llamaba francamente "idiota" a la gente de ese tipo.
Pero Fredi vio en Lorenzo algo más: un chico inusual pero extraviado que buscaba una manera de definirse. Tras la debacle del xilófono en la banda militar, Lorenzo quedó a la deriva. Sus primos habían formado la pandilla WBP, por Wet Back Pride. Le enseñaron su lenguaje de manos y dejaban que anduviera con ellos. Ésta era una manera de pertenecer a algo, pero Lorenzo no quería meterse en problemas. No era tan rudo.
Fredi notó que Lorenzo se quedaba después de clases. El muchacho de la melena bobeaba entre las peceras y oía a Fredi hablar de armar cosas. Lo que realmente parecía llamar su atención eran las herramientas en el gabinete al otro lado del pasillo. Ahí había más herramientas de las que tenía Hugo, y los alumnos podían usarlas. Sin embargo, Lorenzo estaba acostumbrado a quedarse atrás, así que sólo miraba mientras Fredi daba de comer a los peces y limpiaba el acuario a la hora del almuerzo.
Un día, Fredi le tendió el estropajo, señalando las peceras.
-¿Quieres aprender a hacerlo?
Lorenzo rio nerviosamente.
-Sí, claro.
Nunca había tenido muchas responsabilidades. Sentía que su papá no lo respetaba, Hugo no lo dejaba usar sus herramientas en la entrada de la casa y sus compañeros se burlaban de él por su apariencia extraña. Ahora un maestro le confiaba la vida de un puñado de peces. Para la mayoría, esto podría no parecer gran cosa, pero para Lorenzo era algo sin precedente.
Fredi le explicó cuánta comida vaciar en cada pecera y cómo quitar las algas de las paredes del acuario. Pronto, cuidar las peceras se volvió parte de la rutina de Lorenzo. Llegado el momento de hacer una limpieza a fondo, se presentó un sábado a ayudar a Fredi a vaciar parcialmente las peceras. Era un trabajo maloliente; algunos se quejaban. Pero Lorenzo se las había visto con cosas peores; a veces pescaba tilapia en canales de concreto que apestaban a aguas negras. (Era una comida barata.) Así, cuando Fredi le pidió ayuda, él dijo que sí entusiasmado. Se sintió honrado de que se le pidiera apoyo.
Una vez limpias las peceras, Fredi lo invitó a McDonald's. Lorenzo no supo qué decir. Nadie lo había llevado nunca a un restaurante, ni siquiera de comida rápida. Su familia comía frijoles casi todos los días; no había dinero extra para gastar en artículos de lujo como una comida fuera. Fredi no sabía nada de esto. Sólo metió a empujones a Lorenzo en su camioneta Chevy Silverado y lo llevó a la Treinta y cinco y Van Buren.
En McDonald's, Lorenzo se paró nerviosamente en la fila junto a Fredi. No sabía qué pedir, y le preocupaba ordenar algo demasiado caro.
-¿Qué quieres? -preguntó Fredi.
-Usted primero.
Fredi ordenó una Big Mac con papas.
-Yo quiero lo mismo -se apresuró Lorenzo.
Cuando se sentaron, Fredi se puso a hablarle de robótica. Le explicó que los miembros de su equipo tenían la oportunidad de usar todas las herramientas del gabinete de robótica, desde las sierras de arco hasta los taladros. Era una posibilidad de aprender programación e ingeniería mecánica, habilidades que podían ayudarlos a entrar a la universidad. Además, resultaba divertido. El trebuchet era un buen ejemplo: la meta era hacer una catapulta capaz de lanzar una calabaza a más de treinta metros.
No habría sido necesario que Fredi dijera todo eso: sierras y taladros ya habían atrapado a Lorenzo.
* * *
Un hermoso domingo del verano de 2002, un grupo de alumnos de la Wilson Charter High School de Phoenix fueron a visitar las cataratas del Niágara. Wilson era una escuela de apenas trescientos setenta estudiantes, dedicada a ofrecer mejores oportunidades a muchachos de escasos recursos y miembros de minorías. Los maestros -entre los que se contaba Julia Reaney- organizaron ese viaje a Buffalo, Nueva York, para que los chicos compitieran en una carrera de lanchas propulsadas por energía solar, y usaran su tiempo libre para visitar lugares de interés. El cielo estaba despejado y la temperatura era de veinticuatro grados, un día perfecto para ver caer 2,867,500 litros de agua por segundo en un acantilado. Para jóvenes llegados del desierto, aquél era un espectáculo impresionante.
Durante el año escolar, los jóvenes de Wilson High hicieron un gran esfuerzo para convertir una pequeña lancha de remos en un bote impulsado por energía solar. Su pequeño bote ganó una competencia regional, esto les aseguró un sitio en el Solar Splash, el "Campeonato intercolegial mundial de botes solares". Los alumnos de Wilson ansiaban participar en el evento patrocinado por el Institute of Electrical and Electronic Engineers. Era una oportunidad para aprender muchas cosas y ver nuevos lugares. Uno de ellos lo describió como "una oportunidad única en la vida".
Las cataratas ocupaban el primer lugar en la lista de sitios por conocer. Tenían el domingo libre, así que fueron al centro de visitantes y se asomaron a aquella estruendosa caída de agua. Era imponente, pero estaban justo a un lado de las cataratas. Para tener una visión de conjunto, debían cruzar el Rainbow Bridge al lado canadiense. Reaney sabía que algunos de sus alumnos eran de México -noventa y cinco por ciento de la población estudiantil de esa escuela era hispano-, y que era probable que muchos de ellos vivieran ilegalmente en Estados Unidos. No quería correr riesgos innecesarios, así que atravesó el largo estacionamiento entre el centro de visitantes y el edificio de entrada.
Ahí encontró a un agente de inmigración, al que preguntó si chicos con credenciales escolares estadunidenses podían cruzar. Supuso que, de no estar permitido eso, ella sencillamente regresaría al centro de visitantes, ordenaría a los muchachos recoger sus cosas y todos volverían a la competencia. Pero su pregunta despertó el interés del agente. Éste quiso saber de dónde procedían los chicos y cuál era su origen.
Cuando se enteró que ellos esperaban en el centro de visitantes, recorrió con paso firme el estacionamiento y comenzó a interrogarlos. Les preguntó dónde habían nacido y exigió pruebas de nacionalidad estadunidense. Cuatro chicos habían atravesado de niños la frontera, y aunque crecieron en Phoenix, vivían ilegalmente en el país. No importaba que estuvieran entre los mejores alumnos de su escuela ni que hubieran ido ahí para participar en un concurso de ingeniería. El agente decidió detenerlos. Trasladados a un área de arresto de uno de los edificios de inmigración, en un lapso de nueve horas fueron interrogados por varios agentes. Cuando un chico admitió haber nacido en México, un oficial exigió saber por dónde había cruzado la frontera.
-¡Oiga, yo tenía como dos años! -dijo el adolescente-. No tengo idea.
-¿A qué vinieron a las cataratas del Niágara? -preguntó otro oficial-. No tienen nada que hacer aquí.
Los agentes llamaron a Jane Juliano, directora de la Wilson Charter High School, y le pidieron que mandara por fax las actas de nacimiento de los cuatro estudiantes detenidos. Según Juliano, esos policías querían dejar en claro las cosas. "No mande a sus ilegales a Nueva York", le dijo uno de ellos por teléfono.
Los agentes iniciaron trámites para deportar a México a esos cuatro alumnos. La batalla legal se prolongó tres años en tribunales federales antes de que un juez decidiera que los estudiantes fueron injustamente agredidos bajo pretexto de su apariencia hispana. El Departamento de Justicia apeló, pero un tribunal federal de apelación en materia de inmigración desechó el caso, y los cuatro jóvenes fueron autorizados a permanecer en el país.
No obstante, la amenaza era clara: los estudiantes que vivieran ilegalmente en Estados Unidos podían ser perseguidos y detenidos. Un agente de la Border Patrol podía encontrarlos en cualquier parte y enviarlos a un país que apenas si conocían. Los intentos por sobresalir los podría enfrentar a un castigo severo. Incluso una aparentemente inofensiva competencia veraniega de ciencias implicaba riesgos que podían alterar el curso de una vida.
* * *
Cuando comenzó el año escolar 2003-2004, Lorenzo y Cristian se inscribieron en el club de robótica de las siete de la mañana. Junto con Michael Hanck, los nuevos alumnos de segundo idearon una catapulta enorme. Por primera vez en su vida tendrían libre acceso a herramientas eléctricas. Así, en lugar de diseñar un dispositivo modesto y fácil de transportar, Hanck hizo un boceto de un gigante de doscientos treinta kilogramos y 4.5 metros de alto que avanzaba sobre cuatro ruedas de madera de 1.2 metros de diámetro. Cristian y Lorenzo coincidieron en que era impresionante. Si era una catapulta, debía parecer apropiadamente medieval; Hanck la llamó MOAT, acrónimo de Mother of All Trebuchets. Mientras los chicos procedían entusiasmados a ensamblar su inmenso artefacto lanzador, a Fredi le preocupó que el proyecto se desviara a un mundo de fantasía. Estos jóvenes necesitaban liderazgo.
Fredi tenía un candidato ideal. Oscar Vazquez cursaba el último año del seminario de ciencias marinas de Fredi y era un cadete distinguido del ROTC. Aunque tenía espíritu marcial, era obvio que no podría hacer carrera en el ejército. Se inscribió en el curso de Fredi para probar nuevas oportunidades, y abordó el seminario con el entusiasmo que lo caracterizaba. No quería limitarse a tomar el curso; quería forzarse, y forzar a todos a su alrededor, a hacer algo asombroso.
Así que cuando Fredi mencionó que unos chicos del club de ciencia y tecnología estaban haciendo una catapulta, Oscar puso atención. Le gustaba armar cosas, y era experto en herramientas eléctricas, luego de haber trabajado incontables fines de semana con su padre en la fábrica de colchones. Pero, sobre todo, buscaba dirigir un nuevo equipo. Aceptó ir a ver.
Lo que vio le impactó. El diseño del trebuchet de Hanck constaba de una torre de madera que sostenía una barra de pesas de banco a 4.5 metros del suelo. La barra tenía una carga de cincuenta y cinco kilos, que al ser soltada haría que un palo de 2 × 4 pulgadas y 3.5 metros de largo trazara un arco de ciento ochenta grados, arrojando a la distancia lo que contuviera en el extremo.
Lucía genial, pero Oscar percibió un problema básico. Como el brazo medía 3.5 metros, la palanca requerida para poner el peso de cincuenta y cinco kilos en posición de despegue era sustancial. Con cincuenta y cinco kilos, Cristian podía colgarse del brazo y la estructura apenas si se movería. Este hatajo de nerds flacos hizo una catapulta tan grande que sería difícil de accionar.
Oscar era la persona indicada para resolver ese problema. Como comandante del Adventure Training Team, estaba acostumbrado a escalar paredes de rocas y colgar de sogas. Regularmente ordenaba a los miembros de su brigada del ROTC ponerse espalda con espalda para formar una pirámide. Esto no sería diferente. Fijó una cuerda en lo alto del brazo del trebuchet, para aportar cierto movimiento descendente inicial. Entonces, mientras Cristian, Lorenzo, Hanck y otros tiraban hacia bajo, el peso combinado del grupo bastó para bajar la barra de pesas de banco a la posición de lanzamiento.
La magna presentación del trebuchet estaba prevista para octubre de 2003, en la Mother Nature's Farm de Gilbert, Arizona. El huerto local de calabazas era la sede de un concurso anual de lanzamiento; estaban en juego premios en efectivo y la posibilidad de vanagloriarse por haber ganado. Lorenzo estaba muy emocionado. Jamás había convivido con alumnos de último año, y menos aún con alguien tan serio y concentrado como Oscar. También le impresionaba la inteligencia de Cristian, y el hecho de que hubieran armado algo dos veces más alto que cualquiera de ellos. Un día antes del concurso, Fredi les dijo que saldrían a la seis de la mañana del día siguiente. El campo de calabazas estaba a media hora en auto, y necesitaban tiempo para armar el trebuchet allá. Lorenzo ansiaba verlo en acción.
Pero a la mañana siguiente se quedó dormido y despertó minutos antes de las seis. Vivía a diez minutos de la escuela, así que montó de un salto en su bicicleta de veinte velocidades. Lamentablemente, sólo servían dos de ellas, y eran las altas. Intentó arrancar, pero las velocidades no respondieron. Al principio, la bicicleta apenas si se movía. Una vez que pudo echarla a andar, salió volando por las calles antes del amanecer, pedaleando desenfrenadamente.
Estaba a menos de una cuadra de la escuela cuando la camioneta de Carl Hayden pasó a toda prisa junto a él y tomó la vía de acceso a la autopista. Llevaba el trebuchet en un remolque; Lorenzo la vio acelerar para entrar a la interestatal y desaparecer en el acceso. Se quedó sin aliento y ni siquiera pudo gritar. Llegó dos minutos tarde. Se sintió furioso consigo mismo y su falta de disciplina.
En el campo de calabazas sus compañeros no lo extrañaron. Para empezar, Cristian no le tenía mucho respeto y su ausencia no hizo más que fortalecer su impresión inicial. A Oscar tampoco le impresionaba alguien que no podía levantarse temprano. En todo cadete se inculcaba el principio de que no hay excusa alguna para llegar tarde. Lorenzo tenía un largo camino por recorrer para ganarse la confianza del grupo.
Iniciado el evento de lanzamiento de calabazas, Oscar, Cristian y Hanck armaron con trabajos el trebuchet. Cristian llevaba shorts negros que le cubrían las rodillas, calcetines blancos hasta las pantorrillas, una camiseta blanca extragrande y una brizna de bigote; parecía un gángster nerd. Oscar llevaba una camiseta sin mangas y su corte a rape. Fue quien se abrió camino a pulso hasta la cuerda para bajar el brazo de la catapulta. Hanck tiraba de en medio, mientras Cristian colgaba de la cuerda abajo. Fue necesaria la intervención de los tres para poner el brazo en posición. Cuando dispararon, el dispositivo emitió un silbido satisfactorio y arrojó la calabaza unos treinta metros.
Añadiendo más peso, aumentaron poco a poco el "índice de lanzamiento" a cuarenta y cinco metros. Eso los colocó en el segundo lugar, detrás de una escuela de una zona relativamente adinerada de East Phoenix. En un esfuerzo por vencer a sus contrincantes, agregaban cada vez más peso al artefacto. Por fin, el brazo del trebuchet se partió en dos. Carl Hayden tuvo que contentarse con el segundo sitio, pero todos coincidieron en que fue muy divertido. El único problema fue la dificultad para manejar una máquina tan grande y pesada. Se dieron cuenta de que sería útil tener en el equipo a alguien un poco más corpulento.
* * *
Luis Aranda fue, al principio, un bebé de tamaño normal y 2.7 kilos de peso. A Maria Garcia Aranda, su madre, le parecía un muñeco, y lo presumía a sus amigas. La familia vivía en una casita en la ciudad de Cuernavaca, con agua corriente y electricidad esporádicas. Al mirar atrás, nadie podía señalar con precisión en qué momento Luis se volvió un gigante. Tal vez había toxinas en todos los nopales y nísperos que comía, o algo en el agua que ellos sacaban de una cisterna, pero el hecho es que empezó a crecer y crecer. Sus padres medían 1.65, pero cuando Luis estaba en el kínder era ya uno de los infantes más altos y pesados del rumbo.
Maria Garcia trabajaba como sirvienta de una japonesa. Muchas veces llevaba a Luis al trabajo, y la japonesa se aficionó al robusto niño. Era grande sin ser exactamente gordo. En más de un sentido, tenía la solidez y presencia de un luchador de sumo. La señora lo veía avanzar pesadamente por la propiedad y jugar en la tierra. Un día en que Luis le dijo a su madre que la quería mucho, la japonesa se emocionó.
-Recuerdo que mis hijos me decían lo mismo -explicó.
La japonesa sabía que la familia Aranda pasaba dificultades. El papá de Luis, Pedro, fue obrero de la construcción, pero luego partió en busca de empleo en Estados Unidos como trabajador agrícola. Maria Garcia estudió sólo hasta segundo de primaria, y se casó a los catorce años. Ahora estaba embarazada otra vez. Al parecer podría haber una solución de beneficio mutuo: algunos amigos de la japonesa buscaron a Maria y le sugirieron dar a Luis en adopción. La japonesa cuidaría de él. Estaría bien alimentado, bien vestido, y tal vez hasta visitara Japón.
Pero Maria no podía separarse de su hijo, aun si eso significara que éste tuviera oportunidades limitadas. No obstante, esa conversación la obligó a considerar qué podía hacer para darle a Luis una vida mejor. Llevarlo a Estados Unidos parecía la única opción real.
El domingo 21 de julio de 1991, Maria Garcia empacó una bolsa pequeña y tomó de la mano a Luis.
-Nos vamos al otro lado -dijo.
Junto con el abuelo, una tía y dos primos, la familia partió a Nogales en autobús. Atravesó un hoyo en una alambrada en la frontera y tomó un taxi a Phoenix, donde Pedro trabajaba como carnicero. Tiempo después, Pedro obtuvo la residencia permanente, y consiguió también tarjetas verdes para Maria y Luis. Esto significó que Luis sería uno de los chicos afortunados que no tenían que vivir con miedo a la deportación.
En Phoenix, Luis se desarrolló más rápido. A los catorce, ya era más alto que sus papás, y a los dieciséis pesaba noventa y tres kilos y medía 1.82, rebasando a sus padres en más de quince centímetros. Era un muchacho tranquilo, aunque no huraño ni ensimismado. Parecía ver el mundo desde arriba con un desconcierto sutil, como si todo lo que hacían los demás, más pequeños que él, fuera ligeramente gracioso.
La escuela no le interesaba en particular -leer tendía a darle sueño-, pero sabía que sus papás habían hecho sacrificios para llevarlo a Estados Unidos, y no quería defraudarlos. Asistía obedientemente a la escuela, aunque la familia ya había crecido y había muchas bocas que alimentar. Maria Garcia dio a luz a David en 1991, a Joselin en 1996 y a Miguel en 2000. Cuando iba en secundaria, Luis empezó a lavar platos en el restaurante italiano Amici's. Desde los once años, salía de la escuela a las tres y trabajaba en el restaurante de cuatro de la tarde a diez de la noche.
En comparación con la escuela, la cocina le fascinaba. Observaba en silencio a los chefs mientras producían, uno tras otro, platillos que no había visto, o de los que no había oído hablar nunca: fettuccine Alfredo, lasagna con pollo y camarones rebozados. En casa, comenzó a ver programas de cocina en la tele, y le embelesaba la manera en que Julia Child preparaba el pavo asado. Le pidió a su mamá que lo hiciera, y ella se esmeró: compró un pavo, lo puso a cocer y lo sirvió con un mole espeso, como en México. A Maria le gustaba decir que su corazón permanecía en Cuernavaca, y nunca modificó su forma de cocinar. El platillo distaba mucho del pavo asado de la tele, pero cuando Luis se quejó, su madre le dijo, interrumpiéndolo:
-La próxima vez hazlo tú.
Así que Luis empezó a cocinar. En octavo grado, asó un pavo, y aunque su mamá consideró que hubiera podido ponerle algo de mole, se sintió orgullosa de él. Sin duda estaba un poco seco, pero era un clásico pavo asado estadunidense.
Cuando estaba en la preparatoria, Luis ya trabajaba como cocinero de platillos sencillos en un restaurante junto a un boliche. Le pagaban poco -cinco dólares la hora-, pero por un tiempo le emocionó la novedad de hacer de comer para la gente. En su último año, encontró un mejor empleo en Doc's Dining & Bar, lugar frecuentado por jubilados en Youngtown, un suburbio de Phoenix. Este establecimiento era propiedad de Harold Brunet, quien inicialmente lo contrató como lavaplatos. Una mañana en que la cocina se vio asediada por jubilados con antojo de tostadas francesas y filetes rebozados, Luis ofreció ayudar. Brunet se mostró escéptico -Luis apenas si hablaba y, en cierto modo, era un enigma-; pero cuando el muchacho preparó de prisa un omelet de jamón y queso, Brunet quedó impresionado. Después de años de silenciosa observación y de ver la tele, Luis había aprendido mucho.
A principios de su último año, se inscribió en el seminario de ciencias marinas de Fredi. Este curso estaba pensado como una oportunidad de trabajar, en forma independiente, en un proyecto de un año de duración y de sumergirse realmente en algo para los alumnos a punto de graduarse. Luis pensó que sería una posibilidad de hacer cualquier cosa mientras obtenía créditos suficientes para terminar sus estudios. Fredi ofreció a los alumnos de último año un montón de temas posibles -corrientes oceánicas, migraciones de animales marinos-, pero también les dio la opción de trabajar en robótica. Luis estaba seguro de que se dormiría en clase si tuviera que leer algo. No le gustaba meterse en problemas, así que eligió robótica.
También resultó grato que el equipo pareciera necesitar su ayuda. Él no conocía a Cristian ni a Lorenzo, pero sí a Oscar -era difícil no ver al cadete con su uniforme verde pepino-, con quien había tomado algunas clases. Ahora que ambos estaban en último año y en el seminario de Fredi, se veían varias veces a la semana, y Oscar era amable con él. A muchos en la escuela les intimidaba la mezcla de tamaño y silencio de Luis. Pero a Oscar no y lo trataba como a cualquier otro.
-Hagámoslo -le dijo un día a Luis en la clase-. Podemos armar algo grandioso.
Luis asintió con la cabeza y soltó su único pronunciamiento sobre la materia:
-De acuerdo.
* * *
En el verano de 2003 -justo antes de iniciar el año escolar y el proyecto del trebuchet-, Fredi y Allan viajaron a Monterey, California, a informarse mejor acerca de una nueva competencia de robótica con sede en el Marine Advanced Technology Education Center (MATE). Esta organización se fundó en 1997 para promover entre los estudiantes carreras de tecnología marina, desde construcción de plataformas petroleras y aplicaciones militares hasta investigación ambiental y científica. En sus siete primeros años, aquel centro obtuvo becas en tierra y mar para ciento diecinueve alumnos, pero su personal decidió que un concurso sería un modo divertido de interesar a los jóvenes en la labor oceánica.
El evento inaugural se celebró en 2002, en el centro espacial Kennedy de Florida. Jill Zande, la organizadora, lo concibió como una recreación de The Rime of the Ancient Mariner, de Samuel Coleridge. En el poema original, un miembro de la tribulación mata a un albatros que busca comida y un lugar seguro para aterrizar. Esa muerte arroja una maldición sobre el barco, lo cual transmite el mensaje de que no hay que perseguir a quienes buscan refugio, porque suelen traer buena suerte. Zande elaboró un relato paralelo, en el que un marinero que causa la maldición de su barco reta a estudiantes con vehículos a control remoto (ROVs) a rescatar su tesoro hundido.
"Por eso yo les digo / a ti, tu ROV y los doce volts de tu batería", recitaba el marinero en la declaración de misión de la competencia, "que quienes estudian carreras tecnomarinas / encontrarán riquezas en el fondo de la bahía."
Zande consiguió patrocinadores de las grandes ligas, como la NASA, la National Science Foundation y la Office of Naval Research. La esperanza era inspirar a una nueva generación de astronautas, científicos y exploradores, y Zande era una predicadora entusiasta. Parte del reto consistía en reclutar a nuevos estudiantes, y ella instauró un programa de verano para maestros. Envió e-mails a equipos de FIRST de Dean Kamen en todo el país, y su nota llamó la atención de Allan. Ésa era una gran oportunidad de combinar las ciencias marinas con la robótica. También era un viaje gratis a algún lado, y los maestros rara vez reciben viajes gratis.
El evento de una semana de duración en Monterey, California, parecían vacaciones. Fredi y Allan viajarían solos, y no tendrían la obligación de parecer adultos serios y responsables. Para Allan, era una oportunidad de volver a ser joven. En casa, era el padre de tres chicas adolescentes. Su esposa y una pareja de gatas completaban la familia; él era un varón en una casa llena de mujeres. Para Fredi, era una pausa de las satisfacciones impredecibles y tensión diaria de educar a un hijo con autismo y a otro con Asperger. En su vida no había mucho espacio para la amistad. Pasar tiempo conviviendo con otro maestro resultó agradable.
Después de ese verano, Fredi le llamaba tan seguido a Allan que la esposa de éste, Debbie, cubría el teléfono con una mano y gritaba: "¡Es tu otra esposa!". Hablaban del trebuchet y la próxima competencia FIRST, y cada vez más de ROVs. Parte del propósito del taller de verano fue preparar maestros para que formaran su propio equipo de robótica submarina.
-Es ridículo imaginar un equipo de robótica submarina en pleno desierto -dijo Fredi, riendo en el teléfono una noche-. Todos los equipos que han competido hasta ahora son de las costas.
Allan estuvo de acuerdo: no tenía caso meterse en eso. Sus alumnos eran pobres, y tenían pocas posibilidades de reunir una suma significativa. Además, no tenían ni idea de lo que hacían en realidad.
-Pero ¿te animarías a hacerlo?
Fredi casi pudo oír sonreír a Allan.
-Sí, hagámoslo.
Copyright © 2014 by Joshua Davis
Translation copyright © 2015 by Enrique Mercado