UNO
Tucker
Un ratón observaba a Mario.
El ratón se llamaba Tucker y estaba sentado en la boca de un desagüe abandonado, en la estación de metro de Times Square. Ese desagüe era su hogar, y se abría, unos centímetros más allá, en una especie de cueva que Tucker había llenado con trocitos de papel y tiras de tela recogidos aquí y allá. Cuando Tucker no se dedicaba a buscar cosas en el metro, una actividad que él llamaba “vivir de gorra”, o a dormir, lo que más le gustaba era sentarse en la entrada de su desagüe a ver pasar el mundo, al menos el mundo que corría de un lado a otro en la estación de metro de Times Square.
Tucker engulló las últimas migas de una galleta de mantequilla que había encontrado por la tarde, y se lamió los bigotes.
—¡Es una pena! —suspiró.
Todos los sábados por la noche, desde hacía casi un año, observaba cómo Mario cuidaba el quiosco de periódicos de su padre. Los días laborables el muchacho tenía que acostarse temprano, pero los fines de semana papá Bellini le permitía ayudar en el negocio familiar. Mario pasaba muchas horas allí, porque papá creía que, si el quiosco permanecía abierto más tiempo, podría atraer la clientela que normalmente acudía a los otros quioscos más grandes. Pero esta noche apenas había clientes.
—Más le valdría al pobre chico irse a casa —se dijo Tucker, mirando a su alrededor.
Hacía ya mucho que el trajín del día se había calmado, y hasta los viajeros de la noche, que regresaban del cine o el teatro, habían desaparecido. Sólo de cuando en cuando, alguien bajaba por una de las muchas escaleras que unían el metro con la calle y cruzaba deprisa la estación. A esa hora todo el mundo quería llegar cuanto antes a casa. En el nivel inferior, los trenes pasaban con menos frecuencia y se producían largos períodos de silencio. De vez en cuando se escuchaba un rugido que aumentaba en potencia según se acercaba el tren a la estación de Times Square, y que era seguido por una pausa mientras bajaban unos viajeros y subían otros nuevos. Luego se volvía a escuchar el rugido mientras desaparecía el tren en el túnel oscuro. Entonces se sentía un vacío en el aire, y toda la estación se quedaba esperando por la multitud de personas que necesitaba.
Tucker Ratón volvió a mirar a Mario. El chico estaba sentado sobre un taburete de tres patas, y tenía delante diferentes revistas y periódicos expuestos con todo el arte del que era capaz. Papá Bellini había construido el quiosco hacía ya mucho tiempo. El espacio que quedaba dentro era suficiente para Mario, pero papá y mamá estaban un poco apretados cuando les tocaba hacer su turno. En uno de los laterales había una repisa, y en ella una radio de segunda mano, una caja de pañuelos de papel (para la alergia de mamá), una caja de fósforos de cocina (para la pipa de papá), una caja registradora (para el dinero, aunque nunca había mucho) y un despertador (por ningún motivo en particular).
La caja registradora tenía un cajón que siempre estaba abierto. Una vez se había quedado atascado, atrapando dentro todo el dinero que tenían los Bellini en este mundo. Desde ese día papá había decidido no volver a cerrarlo nunca más. Cuando se cerraba el quiosco por la noche, el dinero que se dejaba en él para empezar el día siguien- te estaba seguro, ya que papá también había hecho una cubierta de madera con un cerrojo que protegía todo el quiosco.
Mario, que había estado oyendo la radio, la apagó. A lo lejos, vio venir el shuttle, la línea que circulaba por el andén más próximo al quiosco. Este tren unía las estaciones de Times Square y Grand Central, y transportaba a la gente del lado este de Manhattan hasta el lado oeste. Mario conocía a casi todos los conductores de esta línea. Eran sus amigos, y entre viaje y viaje se acercaban a conversar con él.
Con un agudo chirrido, el tren se detuvo al lado del quiosco, levantando una oleada de aire caliente. Tan sólo nueve o diez personas se bajaron de él. Tucker esperó ansioso a que alguna se detuviera a comprar un periódico.
—¡Las últimas ediciones! —gritó Mario mientras la gente apresuraba el paso—. ¡Revistas!
Pero nadie paró, ni siquiera lo miraron. En toda la noche tan sólo había vendido quince periódicos y cuatro revistas. En su desagüe, Tucker Ratón, que también llevaba la cuenta, suspiró, rascándose la oreja.
Paul, uno de los conductores del shuttle, y amigo de Mario, se acercó al quiosco.
—¿Qué tal va el negocio? —preguntó.
—Mal —respondió Mario—. Quizás con el próximo tren…
—Cada vez vendrá menos gente hasta la mañana.
Mario recostó su barbilla sobre una mano y dijo:
—No lo entiendo. Es sábado por la noche y ni siquiera se está vendiendo la edición del domingo.
Paul se apoyó contra el quiosco.
—Es muy tarde para ti, ¿no?
—Sí —contestó Mario—, pero los domingos puedo dormir hasta tarde. Además, ya no tengo colegio. Mamá y papá me recogerán de camino a casa. Han ido a visitar a unos amigos; el sábado es su única oportunidad.
Por el altavoz se escuchó:
—Próximo tren a Grand Central, en la vía dos.
—Buenas noches, Mario —se despidió Paul, dirigiéndose hacia el tren. Entonces se detuvo, sacó una moneda de cincuenta centavos y se la lanzó a Mario, que la atrapó sin problemas.
—Me llevo el Times del domingo —dijo Paul, agarrando el periódico.
—¡Eh, espera! —gritó Mario tras él—. Sólo son veinticinco centavos, tengo que darte el cambio.
Pero Paul ya había entrado en el vagón, y la puerta se cerró tras él. Sonrió, despidiéndose con la mano a través del cristal. El tren arrancó bruscamente y se alejó mientras sus luces lanzaban destellos en el túnel.
Tucker también sonrió. Paul le caía muy bien. De hecho, le caía bien cualquiera que fuese amigo de Mario. Pero era tarde. Había llegado la hora de acostarse en su confortable agujero.
Hasta un ratón que vive en la estación de metro de Times Square tiene que dormir de vez en cuando, y Tucker había hecho muchos planes para el día siguiente, entre ellos buscar objetos para su casa y recolectar trocitos de comida que caían de las cafeterías que se hallaban esparcidas por toda la estación. Estaba a punto de meterse en su guarida cuando oyó un ruido extraño.
Tucker Ratón había escuchado casi todos los ruidos que pueden oírse en la gran ciudad de Nueva York. Co- nocía el sonido de los trenes del metro y el chirrido que hacen sus ruedas al doblar una esquina. Desde arriba, a través de las rejillas de ventilación, oía el ruido de las ruedas de los automóviles, de sus bocinas y sus frenos. Y conocía también el murmullo de las voces cuando la estación estaba llena de seres humanos, y el ladrido de los perros que algunos llevaban con ellos. Tucker había oído el ruido de los pájaros, de las palomas de Nueva York y de los gatos, e incluso el lejano ruido de los aviones que sobrevolaban la ciudad. Pero en toda su vida, durante los muchos viajes que había hecho a través de la ciudad más grande del mundo, jamás había escuchado un sonido parecido a éste.
Copyright © 1960 by George Selden Thompson and Garth Williams. Copyright renewed © 1988 by George Selden Thompson and Garth Williams. Spanish translation copyright © 1992 by Ediciones Rialp, S. A., Madrid, Spain. Foreword copyright © 2022 by Stacey Lee. Revised Spanish translations © 2022 by Hercilia Mendizabal Frers. All rights reserved.